Allegro, ma non troppo
La reforma laboral del gobierno popular, tímida por una parte y continuista en relación con las precedentes por otra, ha provocado sin embargo, a pesar de sus evidentes limitaciones, movimientos de fondo en nuestras relaciones laborales. La apuesta, más decidida y más coherente, por los acuerdos de empresa y por las medidas de flexibilidad interna, junto a un mayor respeto a las facultades organizativas empresariales, con la consiguiente limitación de los controles externos, administrativos o judiciales, sobre las mismas, han propiciado cambios significativos en el funcionamiento del mercado de trabajo.
A pesar de la abierta oposición de un sector no desdeñable de la magistratura y a pesar del generalizado alineamiento del aparato administrativo laboral con el mantenimiento del statu quo, lentamente se va abriendo paso la idea de que algo sustancial ha cambiado. Y ha cambiado tanto en el terreno de la flexibilidad interna y de la modificación de condiciones de trabajo, respecto del que se acepta un mayor margen de actuación empresarial, rebajando las exigencias probatorias de la concurrencia de las circunstancias que justifican las correspondientes medidas y relativizando las causas en que pueden fundarse las mismas, como en el terreno de los despidos económicos.
Aun cuando los cambios normativos, en uno y otro terreno, no hayan sido drásticos, puede afirmarse que el costo económico y procedimental de los despidos económicos ha disminuido. Subsisten elevadas incertidumbres, derivadas de una mala solución normativa del control judicial de las decisiones empresariales, pero las posibilidades hoy de obtener acuerdos en procedimientos de despidos colectivos con indemnizaciones en el entorno de los treinta días de salario por año de servicio, cuando no de los estrictos veinte que establece la ley, son bastante superiores. Y en el ámbito de las pequeñas empresas, muchas han podido realizar ajustes de personal, con costos razonables, que han evitado poner en peligro la continuidad del propio proyecto empresarial.
Por otra parte, las negociaciones y los acuerdos de ajuste salarial y de modificación de condiciones de trabajo, han cobrado carta de naturaleza, rompiendo la tendencia a concretar en despidos cualesquiera necesidades empresariales derivadas de desajustes en la situación competitiva de las empresas en el mercado.
Los cambios, por último, en materia de negociación colectiva, fundamentalmente la preferencia del convenio de empresa y la posibilidad de inaplicación de lo pactado, han empezado a provocar algunos movimientos significativos en ese monolito transido de planteamientos e intereses corporativos y penalizador del empleo que ha venido siendo nuestra negociación colectiva. Es cierto que la inaplicación de lo pactado en convenio apenas ha funcionado (y los intentos habidos tampoco es que hayan levantado entusiasmos administrativos), pero, aunque sea un cadáver prematuro, su exhibición, como en el caso del Cid, en el campo de batalla, ha propiciado la adopción de acuerdos de flexibilidad antes impensables.
Por todo ello, y aunque sea muy difícil precisar los resultados de la reforma, probablemente se han evitado males aún mayores en el mercado laboral y probablemente también los inicios de la recuperación económica podrán ir acompañados de una creación de empleo superior a la que en nuestra economía estamos acostumbrados.
¿Sonará entonces el allegro en el 2013? ¿Tenemos hechas las tareas fundamentales para afrontar en mejores condiciones, para el funcionamiento del mercado de trabajo y la creación de empleo, el inicio de la modesta reactivación de la economía que se anuncia para la segunda mitad del año? Allegro puede que sí, en el sentido de que las tradicionales rémoras para la creación de empleo se atenúen y los umbrales de crecimiento económico que permiten dicha creación bajen. Ma non troppo. No podemos caer en el espejismo de que los problemas de nuestro mercado de trabajo están resueltos. De no cambiar las cosas, la generación de empleo no tendrá la intensidad que podría tener y los desequilibrios de nuestro mercado de trabajo podrán reducirse pero no desaparecer.
Necesitamos un cambio radical de modelo y el gobierno debería tener la valentía de proponerlo y de defenderlo, sin plegarse a resistencias conservadoras y corporativas ni dejarse llevar por las trampas dialécticas de cierto progresismo (pero también, ojo, de cierto conservadurismo) para el que ni los tiempos han cambiado ni los eslóganes han envejecido. Y no se trata de hacer prevalecer la discrecionalidad empresarial ni de suprimir la tutela del trabajo, sino de reconducir a los tiempos presentes y a las nuevas realidades sociales y económicas surgidas en ellos, los equilibrios en los que deben sustentarse las relaciones laborales.
Aunque eso pasa por sustituir el conjunto de la normativa laboral, algunos aspectos de la misma son particularmente importantes. Así, la regulación de las modalidades de contratación laboral, que la reforma no ha cambiado lo más mínimo, y que sigue anclada en modelos surgidos en la década de los sesenta del siglo pasado, y presuponiendo por tanto unas realidades productivas, empresariales y sociales que hoy simplemente no existen. También la regulación de la flexibilidad interna, en la que si bien se han producido avances, sigue imperando una normativa compleja en la que el margen para los acuerdos individuales y para los propios acuerdos colectivos ajenos a la tutela sindical sigue siendo muy reducido. Y, por último, la negociación colectiva, que merece capítulo aparate.
El modelo de nuestras relaciones laborales no cambiará verdaderamente mientras no cambie la negociación colectiva. Y este cambio tiene que ser drástico, reduciendo el excesivo poder normativo conferido (necesidades de la transición política, que impuso peajes que treinta y cinco años después no hay que seguir soportando) a unas cúpulas sindicales y empresariales cada vez más alejadas de los sujetos teóricamente representados por ellas, introduciendo una mucha mayor libertad de negociación, confiriendo al convenio colectivo su naturaleza contractual (y olvidándonos de ese corporativo carácter normativo de los convenios) y estableciendo una nueva relación entre convenios y pactos o acuerdos colectivos e individuales.
Las relaciones laborales han de ser, en esta segunda década del siglo XXI, mucho más libres y menos intervenidas. La represión del fraude y de los abusos laborales es tarea inaplazable y en la que no cabe bajar la guardia. Pero debe centrarse en los temas realmente importantes (prevención de riesgos laborales, fraudes en la contratación laboral, discriminaciones), sin hacer de la Ley de Infracciones y Sanciones en el orden social un tratado regulador del conjunto de las relaciones laborales. Supongo que debemos estar a punto de batir algún record, si no lo hemos batido ya, en la prolijidad de la normativa sancionadora laboral.
Y la libertad, por último, debe alcanzar también a la regulación de la representación sindical y empresarial, que debe abandonar, de una vez, el pelo de la dehesa corporativa. Una representación, sobre todo la sindical, dotada de los necesarios instrumentos de actuación y de presión, pero en un marco normativo claro y seguro en el que el derecho de huelga vea fijadas con precisión las condiciones y límites de su ejercicio, y los otros derechos constitucionales afectados por el mismo, sin ser los destinatarios de la huelga, vean garantizada también su protección.
Es toda esta, sin duda, una tarea ingente y por supuesto nada fácil. Pero espero que alguna vez alguien se plantee introducir a nuestras relaciones laborales en la modernidad.
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