El control judicial de los despidos
Uno de los puntos centrales de la reforma laboral es el de la liberalización del régimen jurídico de los despidos colectivos. Esa liberalización se manifiesta, sobre todo, en la supresión de la exigencia de autorización administrativa, de tal forma que se atribuye al empresario, una vez cumplidos los requisitos formales establecidos, y celebrado el periodo de negociación previsto con los representantes laborales, la adopción de la decisión que estime pertinente. La Administración no desaparece, ni su papel se convierte en irrelevante, pero se recuperan, aunque formalmente muy condicionadas, relevantes facultades de decisión empresariales.
El reverso de la medalla es el sometimiento de las decisiones empresariales al control judicial. En sustitución de la autorización administrativa, se establece una compleja regulación procesal que permite a los jueces, tanto si ha existido acuerdo con las representaciones laborales como si no, controlar la decisión empresarial, no solo en cuanto al cumplimiento de las formalidades establecidas sino también en cuanto a la concurrencia y acreditación de las causas del despido.
Bien es cierto que el legislador trata de objetivar al máximo la decisión judicial, pretendiendo que la labor de los jueces se limite a la comprobación de los hechos o de las circunstancias alegadas por el empresario para justificar su decisión, sin que pueda extenderse a la valoración de la medida empresarial o a la determinación de su proporcionalidad. Pero este es un intento condenado al fracaso. Si algunas sentencias reconocen la existencia, tras la reforma, de un mayor margen de decisión empresarial, o consideran que los jueces han de limitarse a valorar los hechos (aunque para alguna eso, curiosamente, “no reduce sino que incrementa el rigor de las condiciones de fondo y de forma exigibles”), otras siguen exigiendo que se justifique la razonabilidad de la decisión extintiva o su proporcionalidad. La Audiencia Nacional, sin embargo, insiste en que la proyección de futuro se ha suprimido de la normativa y que no cabe un juicio de oportunidad “relativo a la gestión de la empresa que el legislador expresamente desea erradicar de la labor de supervisión judicial”.
Esto genera un margen de incertidumbre y de inseguridad que se acrecienta por el juego de otros factores. El primero, que el legislador no ha blindado, en el caso de los despidos colectivos, el acuerdo entre el empresario y las representaciones laborales. A diferencia de lo que sucede en los supuestos de modificación de condiciones de trabajo o de inaplicación de convenios, el acuerdo no genera la presunción de que concurren las causas alegadas por el empresario (y el cumplimiento de las formalidades requeridas, de información y de negociación). Esa presunción permitiría la impugnación del acuerdo solo alegando la existencia de fraude, dolo, coacción o abuso de derecho, limitando así la cognición judicial y evitando el replanteamiento ante el juez de todas las cuestiones, de fondo y de forma, atinentes al despido.
El segundo, que los incumplimientos formales se sancionan con la nulidad del despido, lo cual ha propiciado un despliegue de imaginación sorprendente, ante el que la Audiencia Nacional ha intentado sentar criterios de mayor sensatez (y esperemos que lo haga el Supremo), para encontrar motivos de nulidad. Y ha viciado en alguna medida los procedimientos de negociación, convertidos en ocasiones en un puro intento de predisposición de incumplimientos formales susceptibles de ser alegados posteriormente ante los Tribunales.
Y el tercero, que la generosa regulación de la legitimación activa y la admisión de una pluralidad de vías de impugnación, colectivas e individuales, propicia la denostada judicialización y la desmedida intervención judicial en las crisis empresariales. Intervención que, utilizando la sanción de nulidad asociada a los incumplimientos formales, y apelando al derecho a la tutela judicial efectiva para revisar el fondo de las decisiones empresariales, en cuanto a su adecuación y su proporcionalidad, ha generado una indeseable sensación de inseguridad jurídica y de fracaso relativo de la reforma.
El problema de fondo es que el control judicial de los despidos colectivos no es el adecuado. En los despidos colectivos están en juego conflictos de intereses, no conflictos jurídicos. Y los jueces están para resolver conflictos jurídicos (como en los despidos disciplinarios), no de intereses. El juez no está para valorar la situación económica de la empresa ni para censurar las decisiones estratégicas de la misma. Para eso están el mercado y las relaciones laborales.
Lo cual no significa excluir completamente la intervención judicial en los despidos colectivos. Esa intervención ha de mantenerse, pero limitada al enjuiciamiento de los conflictos jurídicos que puedan presentarse: existencia de decisiones discriminatorias, por ejemplo, en la selección de los trabajadores afectados; inobservancia de las preferencias legal o convencionalmente establecidas; cálculo y abono de las indemnizaciones legalmente previstas o pactadas. Más allá de los conflictos jurídicos, el juez no debe tener un papel en la resolución de las cuestiones económicas y empresariales ni en la de los conflictos de intereses inevitablemente presentes en las mismas.
Quedaría el tema de los incumplimientos formales. Si su control se confía a los jueces, estaríamos en las mismas. Quizás fuese preferible, sin volver a la autorización administrativa, prever una homologación por parte de la autoridad laboral del proceso seguido, con facultad de exigir su cumplimiento cuando no se haya producido. Por supuesto, en los casos de acuerdo con las representaciones laborales, debe quedar vedado el control administrativo o judicial tanto en cuanto al fondo como en cuanto a la forma (salvo supuestos de fraude).
Y ello no choca con nuestros compromisos internacionales ni con los mandatos constitucionales. El Convenio 158 de la OIT permite a la legislación nacional mantener el control acerca de si los despidos se deben efectivamente a las razones alegadas, pero le concede un amplio margen en cuanto a la decisión de si esas razones son suficientes para justificar la terminación. Y considerar que la proclamación constitucional del derecho al trabajo (como derecho de los ciudadanos, no de los trabajadores) condiciona el régimen jurídico del despido es una trampa dialéctica que no se la salta un elefante.
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