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El interés nacional

 | ABC
Antonio Garrigues Walker

No es fácil en estos tiempos –nunca lo ha sido incluso en épocas calmas y serenas- definir con precisión cual es, donde reside, el interés nacional, pero sigue siendo la obligación más seria que tenemos que afrontar. No debemos permitir que la irresponsabilidad o la inconsciencia nos inunden y nos desborden hasta poner en peligro la estabilidad social, la política y la económica.

 

Todos tenemos que asumir la parte de la culpa que nos corresponde en el desarrollo de esta situación inquietante. Nadie puede ponerse como ejemplo de nada, ni dar lecciones de conducta de ningún tipo, pero merece la pena reflexionar sobre quien tiene ahora la responsabilidad más urgente en el objetivo de mejorar el ambiente que vivimos. La respuesta, en principio, parece clara. El estamento político y el de los medios de comunicación tienen que tener un protagonismo decisivo y es a quienes corresponde reaccionar a tiempo, es decir, ya. Les corresponde, sin duda, tomar la iniciativa y deben hacerlo con fuerza y con grandeza de ánimo y no por mera estética sino por auténtica necesidad.

¿Es mucho pedir? ¿Es una petición utópica? Posiblemente lo es. Pero conviene, en cualquier caso, formularla y reiterarla, “oportune et inoportune”, porque parece haber llegado el momento en el que los estamentos concernidos empiezan a ser conscientes del enorme riesgo que están asumiendo ellos mismos. Se han publicado recientemente una serie de artículos –entre ellos la Tercera de ABC, “Periodistas y gladiadores”, de su director Bieito Rubido- en los que unos y otros reconocen, en el caso de los políticos, la imposibilidad de sobrevivir en un clima creciente de desafección ciudadana y de pérdida de credibilidad y en el caso de los periodistas, los graves problemas que puede generar una prensa que renuncie por completo a la búsqueda de la verdad y la objetividad y pretenda asumir de hecho el liderazgo político y a veces el judicial.

Los dos estamentos saben perfectamente que, sin renunciar en lo más mínimo a su función y a sus objetivos, tienen que alterar profundamente su comportamiento actual, pero los mecanismos y los instrumentos de corrección de rumbo son extremadamente difíciles de manejar y controlar. Hay inercias –igual sucede con las burbujas económicas, inmobiliarias, o de otro género- que llegan a un punto de no retorno y acaban explotando sin control. Mucha gente opina que ya hemos superado ese punto y que no hay otro remedio que cerrar los ojos y aguantar como podamos todas las consecuencias. Es una postura poco seria. Estamos todavía a tiempo de evitar un grave colapso por fallo multiorgánico. Las plagas deben ser atacadas a fondo con los tratamientos sistémicos adecuados pero sería necio hacerlo de tal forma que acabáramos destruyendo no solo la plaga sino toda la cosecha en su integridad, es decir toda la riqueza sociológica, democrática y material que hemos acumulado a lo largo de mucho tiempo. No podemos consentir esta deriva perversa que nos conduciría a situaciones en donde los violentos, los inmorales y los oportunistas jugarían con clara ventaja y tendrían, por ello, todas las de ganar. Y ya existen algunos signos verdaderamente inquietantes.

Nadie puede pedir en forma alguna, y nadie lo hace, la solución del “borrón y cuenta nueva”, pero sí prudencia y moderación en buenas cantidades, un exquisito cuidado de las formas –tema esencial en la vida democrática- y, también, un mínimo de sentido pragmático, que es virtud poco valorada entre nosotros. Eso es lo que reclama una sociedad española, que se está comportando con una calidad humana, con un buen sentido, con una resistencia digna y con una positividad básica, verdaderamente admirables. Aun así su voz y su denuncia tienen que ser más fuertes, más claras, más apremiantes.

Ese es el papel que cumple la sociedad civil en el mundo anglosajón, un mundo en el que en situaciones críticas, funciona también el “establishment”, un concepto difícil de integrar en nuestro sistema y con una historia muy controvertida, que podría definirse como el grupo de personas, instituciones y entidades que controlan de hecho el poder en una sociedad y pueden influir en la toma de decisiones del poder constituido, especialmente cuando consideran que está en juego el interés nacional. Sería peligroso en extremo intentar algo similar en nuestro país pero podría ser muy positivo que un amplio conjunto de fundaciones, asociaciones y líderes individuales de distintos sectores se conjuraran para hacer llegar a los medios de comunicación y a los políticos las peticiones y exigencias antes citadas. Tenemos que salir del letargo actual.

En todos los temas anteriores el papel del estamento judicial es decisivo y merece en estos momentos un reconocimiento especial. Está cumpliendo con dignidad el papel que le corresponde en medio de fuertes presiones políticas e interferencias continuas de los medios de comunicación, incluyendo la desvelación del secreto sumarial sin pudor ni límite alguno, y además sin consecuencias legales. Tiene también sus defectos y en especial la lentitud excesiva –en parte pero no solo por falta de medios- tanto en la tramitación de los procesos como en la ejecución de sentencias; y tiene, asimismo, muchas asignaturas pendientes: mejora de la formación profesional con especial énfasis en la especialización; aumento del número de jueces hasta superar la media europea; inversión en tecnología y, sobre todo, homogenización de la misma en todo el sistema; descarga de cuestiones menores por su índole o cuantía para que se resuelvan por otros medios; desarrollo de la mediación y el arbitraje, un tema en el que no llegamos a avanzar; y una especial vigilancia de la ciberdelincuencia que está creciendo de forma espectacular. Todo es en efecto mejorable pero su mejora, no depende tanto del propio estamento judicial como de la ausencia de un consenso político para afrontar la modernización de su estructura y la aportación de los medios necesarios de tal forma que pueda adaptarse a las nuevas exigencias y a las nuevas realidades. Y ello no es cosa fácil.

En ese proceso de adaptación todos tenemos que aceptar que la justicia no puede limitarse, en esta época histórica tan especial, al despacho y tramitación de asuntos. Tiene que ser consciente de su capacidad de influencia en los grandes debates que vive y va a vivir la sociedad. La desventaja del derecho codificado frente al jurisprudencial o “common law” reside en su dificultad para adaptarse con fluidez y flexibilidad a los cambios que generan las nuevas realidades, aun cuando en nuestro Código Civil se habla expresamente del acomodamiento a la “realidad social”. El mundo de la justicia puede, aplicando, entre otros, el principio de “rebus sic stantibus” (si las circunstancias siguien siendo las mismas), tomar iniciativas, a través de sentencias puntuales, que permitan una adaptación más pronta y adecuada a los cambios sociológicos y culturales que van a tener el carácter de permanentes, contribuyendo así a mejorar la convivencia social y la capacidad de la ciudadanía para resolver los conflictos con las herramientas del derecho. Para evitar caer en formas de anarquía –y el riesgo existe-, habrá que respetar también otro principio jurídico básico: el “pacta sunt servanda” (los pactos deben cumplirse), pero habrá que hacerlo con finura y sin pasión ni obsesión dogmática, como sucede con otros muchos “temas límite” que tenemos planteados en la sociedad española y gran parte del mundo occidental, temas que solo pueden resolverse con la tolerancia como telón de fondo, el respeto a la opinión ajena, y una mentalidad liberal que implique asumir que en estos debates nadie puede tener toda la razón y que lo importante es aprender a convivir en desacuerdo.

Es así como descubriremos, sin demasiados obstáculos y con pocos riesgos, donde está el interés nacional. Ya lo hemos hecho en el pasado y lo tenemos que volver a hacer ahora. No hay otra alternativa.