El ordenado empresario
Con esta expresión, que tiene cierto aire decimonónico, describe la normativa mercantil la diligencia que debe prestar el administrador de una sociedad en el desempeño de sus funciones: el administrador debe desempeñar su cargo con “la diligencia de un ordenado empresario”.
La frase no carece de cierta elegancia literaria, pero deja a más de uno en un estado de perplejidad y sobre todo de incertidumbre sobre lo que debe y no debe hacer para evitar que le exijan responsabilidades por su labor como administrador.
La situación ha mejorado sustancialmente como consecuencia de la reciente reforma en materia de gobierno corporativo. Aunque no creo que pueda hablarse propiamente de un relajación del deber de diligencia del administrador, sí que ha habido un avance significativo en lo que se refiere a la concreción e individualización de tal deber, así como de las circunstancias bajo las cuales el administrador puede considerarse razonablemente a salvo de un juicio de responsabilidad por falta de diligencia en su gestión.
Me refiero en concreto a los artículos de la ley en los que se ha introducido, por ejemplo, que la diligencia ha de ser prestada “teniendo en cuenta la naturaleza del cargo y las funciones atribuidas a cada uno”, y de forma más destacada, a la inclusión de la regla conforme a la cual, en el ámbito de decisiones estratégicas y de negocio, el estándar de diligencia se entiende cumplido cuando hayan sido adoptadas de buena fe, sin interés personal en el asunto, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado, figura importada del ámbito anglosajón y que nuestros tribunales ya habían aplicado en algún caso.
Buenas noticias por tanto para el administrador, que podría limitar mucho más su ámbito de responsabilidad –y con ello dormir más tranquilo- estableciendo en el seno del consejo las reglamentaciones precisas para la delimitación de las funciones y responsabilidades de cada miembro del consejo, así como los procedimientos oportunos para poder tomar las principales decisiones estratégicas de la sociedad con las mayores garantías.
El reverso de la moneda lo constituye el otro pilar de los deberes del administrador: el deber de lealtad, ligado a preservar la buena fe y la ausencia de conflictos de interés por parte del administrador. Aquí, como no podría ser otra forma, las exigencias son cada vez mayores, siendo aconsejable hacer un exhaustivo análisis de la situación personal del consejero en relación con la sociedad de cara a evitar futuras sorpresas. Al final, lo de ser un “ordenado empresario” no iba tan desencaminado.
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