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En defensa de lo privado

 | Cinco Días
Federico Durán López

Asistimos en los últimos tiempos a un aquelarre en defensa de lo público. En los más variados sectores y con las más variadas excusas, se ha desencadenado una ofensiva en pro no ya de la garantía pública sino de la prestación pública de determinados servicios. Y en esa ofensiva, los defensores de lo público exhiben con cierto orgullo la que consideran una posición de superioridad ética o moral frente a cualquier forma de intervención privada. La gestión privada se rodea de todo tipo de sospechas y se pretende santificar la gestión pública, y, de paso, el estatuto jurídico público de quienes participan en la misma.

 

Lo preocupante es que los promotores de esos planteamientos se alimentan de la pervivencia, en la conciencia social, de la idea de la superioridad de lo público sobre lo privado. Lo que constituye un evidente atraso cultural y explica muchos de los males de nuestra realidad económica y social. Por eso, es necesaria una ofensiva contraria, que reivindique la limitación de la esfera pública y el valor de la iniciativa privada para asegurar el progreso económico y el bienestar social.

Y, sobre todo, es necesario desmontar la farsa que se ha montado en torno a estos debates. Parafraseando a Samuel Johnson, cuando advertía que el patriotismo es el último refugio de los canallas, podríamos decir, si se permite un punto de exageración, que la defensa de lo público puede convertirse en el último refugio de quienes pretenden disfrazar de causa elevada la pura, simple y descarnada defensa de sus intereses o, incluso, de sus situaciones de privilegio.

Decía Benedetto Croce, criticando el corporativismo profesional, que toda profesión es una conspiración contra el público. De la misma manera, podemos decir que muchas de las defensas de lo público encubren una conspiración contra los intereses generales, contra los intereses del público, paradójicamente en nombre, pretendidamente, de la defensa del interés general.

Como digo es un tema en gran parte cultural. La sociedad debería ser consciente de las ventajas que derivan de la prestación privada de determinados servicios, de los que los poderes públicos deben ser garantes pero que no tienen por qué ser prestadores. Hace algún tiempo, un empleado público, en un día de movilización contra las privatizaciones, me quiso entregar un panfleto y, como se lo rechacé, me preguntó si no me interesaba el asunto. Cuando le respondí que sí me interesaba, pero que era partidario de la privatización, me miró como si hubiera visto un extraterrestre. Probablemente no podía concebir que alguien pensara que la depredadora iniciativa privada tuviera que asumir, aun de manera más eficiente y menos costosa, la prestación de un servicio cómodamente asumido, y en confortables condiciones, por un ente público y por sus empleados públicos.

El recorte de la Administración y el repliegue del sector público han sido, hasta ahora, claramente insuficientes. No solo siguen existiendo multitud de organismos perfectamente suprimibles, sino que sigue imperando la mentalidad tradicional de que la importancia y el poder de una institución se miden por el volumen de su plantilla, y la consideración de que uno de los atributos de una posición relevante en la Administración es el de proceder a nuevas contrataciones de personal. Llama la atención el hecho de que, en la penuria económica en que se mueven las Universidades, su principal reivindicación suela ser la de aumentar las plantillas de profesorado, cuando el propio Tribunal de Cuentas acaba de señalar que están, muy probablemente, sobredimensionadas.

El Estado ha de volver a ser si no un Estado mínimo sí un aparato de dimensiones mucho más reducidas que las actuales. Todo lo que pueda ser objeto de gestión privada debe serlo. Y el régimen funcionarial o estatutario del personal debe limitarse a aquellos supuestos en los que se dé el ejercicio de poderes públicos. En el ámbito europeo, a efectos de la libre circulación de trabajadores, funcionarios públicos excluidos de dicha libertad se consideran solo aquellos que participen del ejercicio de poderes públicos. El resto, sea cual sea su calificación por los ordenamientos nacionales, son trabajadores. Así debe ser. La condición funcionarial debe reservarse a quienes ejercen dichos poderes. El resto debe quedar sometido al ordenamiento laboral común. Y hablar de la inamovilidad de los empleados públicos como garantía de imparcialidad no deja de ser una broma. Ni estamos en tiempos de las cesantías ni el ordenamiento laboral es, precisamente, proclive al despido libre.

La sociedad debería manifestarse en defensa de lo privado. Y en contra de que la apelación a lo público, a costa del esfuerzo contributivo de los ciudadanos, sirva para perpetuar situaciones de ineficiencia (o de menor eficiencia) y de sobreprotección de determinadas personas. Basta analizar los convenios y acuerdos que han existido en empresas públicas (algunas de ellas, posteriormente privatizadas, siguen sufriendo el peso de unas condiciones exorbitantes, de las que no han podido liberarse) para comprender hasta dónde ha llegado el establecimiento de ventajas y privilegios. Cuyos defensores parecen olvidar que quienes los pagan son el resto de los ciudadanos, y no una ignota máquina estatal de fabricar dinero. Un reciente manifiesto de académicos y profesionales en contra de los recortes que se avecinan en las pensiones de jubilación, considera que las medidas que se están adoptando para asegurar la viabilidad futura del sistema no son más que un burdo intento de privatizar (vía fondos de pensiones) parte del mismo, cuando lo que debería hacerse, caso de insuficiencia de las cotizaciones, es garantizar la financiación a cargo del Estado. O sea, vía impuestos, volviendo a meter la mano en el bolsillo de los ciudadanos y elevando aún más (¿hasta dónde?) una castrante presión fiscal que constituye ya una losa que impide o dificulta el despegue económico. Y, por supuesto, alejando cualquier tentación de responsabilizar a los ciudadanos de construir o asegurar su propio bienestar.

En defensa de lo privado. Sin complejos. Y con la convicción de que un sistema más eficiente y menos costoso es, también, éticamente superior.