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Incentivo estatal al derroche

 | La República
Ignacio Londoño Rivera (socio del dpto. Mercantil Bogotá)

El llamado “impuesto a la riqueza” es el mismo impuesto al patrimonio, arropado con su peor disfraz. Se trata de un tributo antitécnico, nacido de una equivocada y perversa política tributaria.

Es antitécnico porque el impuesto a la riqueza es, sin duda alguna, un caso de doble -o incluso de triple- tributación. Un verdadero récord mundial.

Quien logra construir un patrimonio es porque alguna vez tuvo ingresos. Aquel no puede hacerse sin estos. Ingresos que, sin importar su fuente o naturaleza, son gravados al momento de percibirse: con el impuesto de renta, si esa fuera su naturaleza; o con el de ganancia ocasional, si en ellos hubiera algún elemento fortuito. El Estado “participa” en esos ingresos con 10% en el mejor de los casos, o con 35% -o incluso más- en la mayoría de los casos.

El impuesto a la “riqueza” grava el patrimonio -ese que solamente es posible si hay ingresos- Así, la persona que con esfuerzo y buen juicio consolida un patrimonio, deberá tributar por segunda vez; ya no sobre sus ingresos -lo cual ya hizo- sino sobre su “riqueza”; que no es nada diferente que sus ingresos no gastados o, lo que es lo mismo, sus ingresos ahorrados o invertidos.

El patrimonio no solamente es la fuente del impuesto a la riqueza; también se usa para calcular la “renta presuntiva”. El Estado, tan acertado en materias económicas, calcula la renta mínima razonable que en su opinión debe generar un patrimonio, y crea una ficción sobre la cual habrá que tributar salvo que la persona logre una renta superior. Sumado al impuesto sobre el ingreso, y al impuesto a la riqueza, la renta presuntiva es un tercer gravamen aplicado al mismo fenómeno económico: ingresos que conforman un patrimonio.

Desde el punto de vista de la política pública, el impuesto a la riqueza y la renta presuntiva crean un incentivo perverso en contra del ahorro y la inversión, y en favor del despilfarro y el derroche. Quien ahorra e invierte con juicio sus ingresos, y de esa manera construye su patrimonio, tributa dos o hasta tres veces; mientras que aquel que despilfarra sus ingresos, por sustracción de materia -no hay patrimonio que gravar y que genere renta presuntiva- paga una sola vez.

No faltarán los expertos tributaristas que, acudiendo a todo tipo de maromas mentales, nos quieran convencer de las bondades del impuesto a la riqueza y de su prima hermana, la renta presuntiva. Dirán que es apenas justo que quien más tenga, más contribuya, como si ello no hubiera ocurrido ya sobre el ingreso -quien más gana, más paga-; o que la “riqueza” tiene una función social, como si la única manera de lograr ese loable fin sea entregando los recursos a un Estado poco confiable; o dirán también que no se trata de un caso de doble o triple tributación porque los ingresos, la riqueza y la renta presuntiva son fenómenos diferentes, como si todos ellos no fueran uno solo y el mismo fenómeno, solo que visto en momentos diferentes.

El impuesto al patrimonio (o impuesto a la riqueza) nació a comienzos de este siglo como una medida temporal para hacer frente a una situación de orden público muy difícil. Y, hay que reconocerlo, rindió sus frutos. Pero, como suele pasar, lo temporal se volvió permanente. El Estado se acostumbró a ese ingreso sin el cual ya no puede mantener su actual ritmo de derroche y despilfarro. Por eso, se le disfraza con diferente ropaje, porque no se puede prescindir de él.

El mensaje unívoco de este despropósito fiscal es que en Colombia la eficiencia tributaria se logra con el derroche y el despilfarro. Y que las virtudes del ahorro y la inversión son, desde el punto de vista tributario, indeseables. ¡Gran lección nos da nuestra ley tributaria!