La captura del Estado
En los años 90, con el crecimiento de las tendencias de libre mercado, tomó fuerza el debate sobre la captura del regulador o la captura del Estado, para referirse a la influencia desmedida que pueden ejercer ciertos círculos del sector privado sobre los entes gubernamentales que los vigilan o regulan. La presión que ejercen los empresarios privados se torna indebida cuando, por perseguir de forma irrazonable los objetivos particulares del empresario o del sector específico, se perjudica el interés general. En España usan la expresión “capitalismo clientelar” para referirse a este fenómeno, que es tratado como una forma de corrupción indirecta.
Esta práctica resulta especialmente dañina cuando la presión viene acompañada de una amenaza velada de represalias (paros, reproches públicos, etc.), o cuando a la búsqueda del amparo estatal selectivo se le da una apariencia noble, esto es, cuando el interés particular se disfraza de interés público, eventualmente con apoyo en estudios técnicos o elocuentes presentaciones.
Nuestro país cuenta un fuerte activismo de la empresa privada ante las instancias gubernamentales, en todos los sectores o niveles. Un rasgo particularmente relevante de nuestra arquitectura público-privada es la existencia de una gran cantidad de asociaciones gremiales, muchas de las cuales ostentan un gran poder de presión ante el Estado y un muy significativo reconocimiento dentro de la opinión pública. La mayoría de las veces, el trabajo que hacen dichas organizaciones es loable, en cuanto que ayudan a equilibrar la balanza frente a sectores vulnerables de la economía y permiten visibilizar problemas que de otra forma no serian tratados por el Estado. Sin embargo, es necesario resaltar algunas fragilidades del aparato estatal, que lo hacen penetrable por las fuerzas privadas individuales o gremiales.
Para empezar, mencionamos la ausencia de una ley de lobby que regule detalladamente las fronteras entre lo legal y lo indebido, en lo que se refiere al trabajo de quienes se dedican al agenciamiento de intereses particulares ante el Congreso y las demás instancias estatales.
Por su parte, la estructura del Estado colombiano concebida por la Constitución Política de 1991 y desarrollada por la ley 489 de 1998, a pesar de servir de pilar emblemático de la democracia, se ha tornado anacrónica e inflexible, en cuanto que impide la creación de organismos técnicos verdaderamente independientes. Así, las superintendencias y las comisiones reguladoras, son entes que, por más connotaciones de independencia que se le agreguen, están insertos dentro de la órbita del poder ejecutivo y, por ende, susceptibles del recibir presiones desde los Ministerios o la Presidencia de la República.
A ello se suma que, excepción hecha de la Superintendencia de Industria y Comercio, todas las superintendencias y entes reguladores son concebidos como órganos especializados en un sector específico, lo cual facilita su captura por el respectivo sector. Ciertamente, la permanente interacción de dichos entes de control con un grupo determinado de vigilados, a quienes usualmente se vigila de forma exclusiva y excluyente, puede provocar que se pierda la visión panorámica de toda la economía y que se desdibujen la fronteras de lo público y lo privado, en lo que se podría asemejar a un síndrome de Estocolmo público-privado.
Esa posibilidad se acentúa en los sectores en los que la iniciativa privada está mediada por la exigencia de licencias, permisos o contratos de concesión, en donde el regulador puede terminar capturado por los incumbentes, en desmedro de los entrantes y aspirantes, quienes se ven enfrentados a barreras artificiales de entrada, en ocasiones auspiciadas por el propio regulador.
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