La marca como expresión cultural
Cuentan que el mítico Birkin de Hermès se fraguó en un vuelo Paris-Londres en el que el destino sentó juntos a Jean-Louis Dumas y Jean Birkin, el sueño de cualquier storyteller. Comprar un Birkin no es comprar un bolso, es participar de un rito. El diseño y la calidad de los materiales se dar por hechos, lo excitante es la sensación de pertenencia a un club.
Vernos reflejadas en la personalidad de su musa Jean Birkin, el Swinging London y Serge Gainsbourg. Idéntica carga semántica tiene el Speedy de Louis Vuitton, compañero inseparable de Audrey Hepburn y de todas las estrellas que han contribuido a convertirlo en un símbolo indiscutible de glamour.
Hermès y Louis Vuitton saben muy bien cómo crear vínculos emocionales entre su marca y el público. Y hacen bien. Las marcas están obsesionadas con tener una historia que contar. Quieren convertirse en una experiencia única para el consumidor, un símbolo de estatus social, un modo de vida. No cabe duda de que muchas lo han conseguido, transformando la compra en una actividad cultural llena de significados secundarios, una expresión del “yo” que va mucho más allá de la necesidad de cubrir nuestro cuerpo de una forma más o menos agraciada.
Cuando una marca consigue trascender, ejerce un atracción mucho mayor sobre el consumidor, lo que habitualmente acaba por mejorar sus beneficios. Pero al mismo tiempo, el significado “cultural” de la marca se aleja de la esfera de control de sus propietarios, que no pueden impedir que su historia, la experiencia que desean contar, sea reinterpretada por el gran público. La marca convertida en expresión cultural produce un conflicto muy interesante entre los derechos de exclusiva del dueño de esa marca (como Hermès o Louis Vuitton) y la libertad de expresión de los ciudadanos que utilizan estas marcas como iconos culturales e incluso como mecanismos de denuncia social.
La demanda de la multinacional Mattel, Inc. contra el grupo Aqua por ridiculizar su muñeca Barbie® en la canción Barbie Girl es uno de mis ejemplos preferidos. Mattel acierta al considerar que Aqua se está mofando de los valores que representa la famosa mini-rubia, nadie lo duda. El problema es que el derecho marcario no ha demostrado ser una buena herramienta para combatir este tipo de expresiones culturales. Obviamente, el uso de la marca Barbie® para fabricar muñecas o accesorios sin la autorización de Mattel es una clarísima infracción de marca. Pero no sucede lo mismo cuando el uso de la marca se lleva a cabo con una finalidad distinta. Aqua no pretendía utilizar la marca Barbie® para vender sus propios productos, quería burlarse de los valores que representa. En consecuencia, el tribunal estadounidense consideró que se trataba de un caso claro de parodia, un daño colateral menor que no debía impedir la libertad de expresión, emitiendo una sentencia absolutoria para el grupo danés-noruego.
Las firmas de moda también han sido objeto de reinterpretaciones más o menos dolorosas. Una de las más llamativas es la demanda de Louis Vuitton contra la artista danesa Nadia Plesner por la utilización de su Speedy en la obra Darfurnica. La obra es una reinterpretación de El Guernica en la que se denuncia la pasividad del primer mundo frente a la crisis humanitaria de Darfur mediante la utilización de iconos culturales como Barak Obama, Paris Hilton, Victoria Beckham o Louis Vuitton. Cuando se preguntó a Plesner por qué Louis Vuitton, resumió a la perfección el poder simbólico de la marca: “Creo que algunos símbolos se vuelven tan conocidos que son más de lo que parecen ser. Como el logo de McDonald’s® o el logo de Coca-Cola®- que representan algo más que un simple logo” (entrevista completa en The Cut).
Tras una condena inicial, y después de una considerable presión social en defensa de los derechos de la artista, los tribunales holandeses encargados del caso absolvieron a Nadia, reforzando la protección de las libertades de expresión y creación artística en relación con las marcas. En España, el artículo 20 de nuestra Constitución recoge expresamente el derecho de todos los españoles a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, un derecho con rango de fundamental.
Lo que me pregunto –y os pregunto a vosotros- es si este tipo de demandas son buenas para las marcas que las promueven. Ganen o pierdan, las marcas corren el riesgo de perder su conexión con el público por mostrarse demasiado agresivas, o sufrir el temido efecto Streisand. Por otro lado, una permisividad excesiva puede acabar afectando el llamado goodwill o buena reputación de la marca o incluso llevar a la vulgarización de la misma, dificultando la protección de sus funciones más básicas.
Por eso, antes de contratar una manada de abogados furiosos –entre los que me incluyo antes de tomar el primer café de la mañana- las firmas deben sopesar con cuidado los riesgos de mostrarse excesivamente celosas con el control de sus marcas. Estos son los riesgos que conlleva la historia detrás de la marca que, en la mayoría de los casos, queda fuera del abrigo que proporcionan los derechos de propiedad industrial e intelectual.