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Los conflictos sociales y el imperio de la ley

 | Cinco Días
Federico Durán López

En no pocas ocasiones, el mantenimiento de la paz social se erige en coartada para todo tipo de desmanes. Así como dijo Samuel Johnson que el patriotismo es el último refugio de los canallas, la defensa de la paz social es utilizada como excusa para eludir las exigencias del ordenamiento jurídico, o para engrasar con fondos públicos, al margen del procedimiento, procesos de concertación, crisis empresariales o directamente organizaciones representativas de intereses sociales.

 

La existencia, o la amenaza, de un conflicto social o laboral generan movimientos, por nerviosismo o por miedo, que relativizan el cumplimiento de las normas legales, o que justifican el intento de dejar al margen del derecho determinadas situaciones. Es más, algunas corrientes de opinión siguen defendiendo la existencia de un territorio exento de normas y regulaciones jurídicas. El ejemplo más claro es el de la huelga, para la que se reclama el reconocimiento como derecho y la más amplia protección del ordenamiento jurídico, pero para la que, al mismo tiempo, se rechaza cualquier regulación.

La regulación de cualquier derecho implica, necesariamente, la fijación de límites (no existen derechos ilimitados y todos han de convivir con otros derechos e intereses legítimos, igualmente merecedores de tutela) y de condiciones para su ejercicio, y por ello los sindicatos se han opuesto tradicionalmente a la regulación del ejercicio del derecho de huelga. Y hay que decir que con éxito: casi cuarenta años de vigencia de la Constitución no han bastado para que algún Gobierno de cumplimiento al mandato de su artículo 28, que ordena, como ha recordado el Tribunal Constitucional, regular el ejercicio del derecho de huelga.

Curiosamente, los mismos sindicatos que defienden la abstención del derecho en la regulación de los conflictos laborales vienen haciendo un uso intenso, imaginativo y beligerante, de las previsiones normativas relativas a las formalidades que han de acompañar a las decisiones empresariales de modificación o inaplicación de condiciones de trabajo, o de despidos colectivos, para obtener, con los más variados argumentos y los más gastados trucos de leguleyo, su declaración de nulidad. El relativismo en todo su esplendor: no hay que regular el ejercicio del derecho de huelga, confiando en el uso prudente del mismo por parte de los sindicatos, pero hay que concretar hasta el color de las pólizas en los procesos de reajuste empresarial.

Lo que sorprende es que tanto los Tribunales como el Gobierno caigan con frecuencia en la trampa de relativizar el imperio de la ley cuando se trata de afrontar conflictos laborales o sociales. En particular, cuando el Gobierno se deja llevar por un intento de solucionar los problemas “como sea”, tratando de atajar el conflicto sin atender a sutilezas jurídicas, nos podemos encontrar ante situaciones aberrantes, gravemente lesivas para el orden jurídico, para la primacía de la ley y, también, para legítimos intereses empresariales, que confían en el amparo del Derecho.

Vienen a cuento estas reflexiones al hilo de dos recientes sentencias del Tribunal Supremo, ambas de 4 de abril de 2014, que han restablecido el sentido jurídico y la primacía de la ley en el complicado proceso que impuso el Gobierno para solucionar, mediante arbitraje obligatorio, las huelgas convocadas por el sindicato de pilotos de Iberia para tratar de impedir la creación de una nueva compañía para operar vuelos de corto y medio radio (Iberia Express).

Si se repasa, ya a una cierta distancia, y sentado el Derecho por los Tribunales, todo el proceso, no puede dejar de llamar la atención la desenvoltura con la que el Gobierno lo afrontó. En primer lugar por la utilización de la figura del arbitraje obligatorio como tabla de salvación para los huelguistas y como vía para forzar las actitudes de la empresa. El mundo al revés: de ser una limitación, contra los huelguistas, del derecho de huelga, el arbitraje obligatorio se convirtió en la herramienta para dar una salida a los huelguistas de una situación de la que probablemente no sabían cómo salir.

En segundo lugar, por la ambigüedad en la determinación del objeto del arbitraje, que permitió al árbitro designado ignorar los más elementales principios de la libertad de empresa y de la personalidad jurídica, imponiendo limitaciones de actividad y regulando las relaciones laborales de una empresa independiente y ajena al conflicto como Iberia Express.

El exceso arbitral, el ultra vires, era tan evidente que la Audiencia Nacional no pudo menos que declarar la nulidad del laudo arbitral. Ahora bien, la sorpresa continuó. La Audiencia, en una curiosa interpretación, en la que mezclaba los principios contractuales con los del procedimiento administrativo (en el fondo, producto de esa consideración de que el ordenamiento laboral es territorio comanche para ciertas normas del Derecho), ordenó reponer las actuaciones y repetir el arbitraje, sin más exigencia que la de dar audiencia a Iberia Express. Ello permitió al árbitro, en ejecución de sentencia, y con el aval del Gobierno, dictar un segundo laudo.

Se ignoraba, de esta manera, que el arbitraje obligatorio, no por obligatorio, como ha dicho el Tribunal Constitucional, deja de ser verdadero arbitraje, y no por ser laboral dejar de estar sometido a los principios del arbitraje de derecho privado. Con perdón por la autocita, ya sostuve en estas páginas (Cinco Días, 7 noviembre 2012) que el árbitro no puede disparar dos veces y que la reproducción del arbitraje exigiría un nuevo compromiso arbitral o, caso de arbitraje obligatorio, una nueva decisión del Gobierno.

Por eso el segundo laudo también es anulado por el Supremo. Que además sigue considerando que no cabía imponer regulaciones laborales ni limitaciones a Iberia Express, ya que no había sido incluida en el arbitraje (ni hubiera podido serlo por cuanto en ella nunca se declaró una huelga).

El conflicto hoy está resuelto y la empresa mira hacia el futuro. Pero no debemos dejar caer en saco roto las enseñanzas obtenidas. La vía más segura es siempre la del respeto de la ley. Incluso en el ámbito laboral.