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Los jueces de asalto

 | Expansión
Federico Durán López (Of Counsel del dpto. Laboral Madrid)

En la década de los setenta del siglo pasado, calientes aún los rescoldos de las grandes, y crepusculares, revueltas obreras que, a raíz del mayo francés proliferaron en Europa y que tuvieron uno de sus puntos culminantes en el “otoño caliente” italiano del 69, recién estrenado el Estatuto de los Trabajadores de 1970, se habló en Italia de los “pretores (jueces de instancia) de asalto”. Pretores que, implicándose en los conflictos sociales, optaron por la utilización del derecho como un instrumento para inclinar la balanza de tales conflictos en beneficio de las luchas obreras. Se consagró el “uso alternativo del derecho” como vía de emancipación social, reinterpretando los mandatos legales para favorecer, en todo caso, las posturas sindicales y la prevalencia de los derechos de los trabajadores.

Aquella estación declinó hace tiempo, pero me ha venido a la memoria a la vista de lo que está sucediendo con la aplicación judicial de nuestra reforma laboral de 2012. ¿Se han convertido nuestros jueces laborales en jueces de asalto? ¿Tratan, a través de interpretaciones más o menos forzadas de los mandatos legales, de torcer el brazo al legislador, impidiendo que sus designios tengan traducción en la práctica de las relaciones laborales?

Muchos piensan que sí y por eso se habla continuamente del maltrato judicial a la reforma. No cabe duda de que muy relevantes decisiones judiciales han supuesto una corrección significativa de las pretensiones del legislador, sobre todo en los aspectos fundamentales de la reforma: la flexibilidad interna, la flexibilidad externa a través de los despidos económicos y la negociación colectiva.

En cuanto a la flexibilidad interna, si en un primer momento los tribunales, mayoritariamente, parecieron asumir que, conforme a la intención del legislador, era preciso facilitar la modificación de condiciones de trabajo para permitir que las empresas pudiesen afrontar sus necesidades organizativas y productivas a través de ellas, y no del ajuste del volumen de empleo, lo que se traducía en una exigencia de concurrencia de causas menos “intensa” que en los supuestos de despidos colectivos, y también en unas menores exigencias probatorias al respecto, posteriormente las novedades derivadas de la reforma se van reabsorbiendo en los viejos esquemas interpretativos. A lo cual no es ajeno el Gobierno, que al regular el procedimiento de inaplicación de condiciones de trabajo, consagra los viejos planteamientos de sometimiento de la decisión empresarial a un juicio de adecuación y proporcionalidad, más allá de la simple comprobación de la concurrencia de la causa. Esto provoca un cambio en los planteamientos judiciales que culmina con la sentencia del Tribunal Constitucional de 22 de enero de 2015, que afirma que estamos en presencia de facultades regladas y no discrecionales del empresario, y que debe evitarse un uso torticero de dichas facultades. Por eso, se dice ahora, las causas que justifican las modificaciones sustanciales de condiciones de trabajo son las mismas que las de los despidos, y el control judicial sobre ellas es pleno y efectivo.

En relación con los despidos económicos, frente a algunos titubeos iniciales, parece imponerse el criterio de que el control judicial no debe limitarse a comprobar la subsistencia de la causa (de los hechos) en que pretendan fundarse, sino que ha de alcanzar a la adecuación de la medida empresarial, valorando su razonabilidad y su proporcionalidad. También aquí el TC subraya que ni la causa extintiva se desdibuja ni se introduce mayor discrecionalidad empresarial, debiendo el juez comprobar que la decisión empresarial es justa, “por ajustada a la razón”. Seguimos pues en el viejo escenario de intromisión (judicial o administrativa, tanto da) en las decisiones empresariales, de “sustitución” del empresario, resolviendo los jueces verdaderos conflictos de intereses y no conflictos jurídicos.

Si a ello unimos que la reforma pone el acento en las formalidades que el despido debe respetar (siguiendo la estela europea, pero manteniendo el control de fondo de la causa), y que esas formalidades se han convertido en una barraca de tiro al blanco judicial, el galimatías está servido.

Por último, ni la negociación colectiva ha cambiado ni parece que sus protagonistas tengan ninguna prisa por hacerlo. Y el impulso a su modernización mediante el punto final a la aplicabilidad del convenio vencido, ha cosechado un sonoro fracaso, tanto por el virtuosismo interpretativo de los jueces como por la actitud conservadora de los propios negociadores.

Pero todo ello encuentra su asiento en la actuación del propio legislador. La reforma es muy deficiente técnicamente (y eso siempre permite “fugas” interpretativas), cree ingenuamente que pueden objetivarse las causas de despido, o que los jueces extraerán las conclusiones interpretativas adecuadas de un mandato sucinto como el fin de la aplicabilidad de los convenios, y complica las cosas como con la previsión de ejecución colectiva de las sentencias de despido colectivo. Vale que los jueces no están alineados. Pero es que la línea trazada tiene más recovecos que Despeñaperros.