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Los sindicatos: ni contigo ni sin ti

 | Actualidad Económica
Federico Durán López (socio del dpto. Laboral Madrid)

Las centrales sindicales necesitan una profunda transformación, que pasa por una revisión del excesivo poder que todavía les confieren las leyes, y por un nuevo marco que favorezca su colaboración con los objetivos empresariales.

La reflexión acerca del papel que puedan desempeñar los sindicatos, tanto en el ámbito específico de las relaciones laborales como en el terreno institucional, se hace cada vez más necesaria. No solo por los cambios sustanciales que han tenido, y seguirán teniendo, lugar en el mundo económico y empresarial, así como en el político e institucional, sino también porque el desconcierto y la falta de respuestas ante esos cambios han provocado un hundimiento de las organizaciones sindicales. Prácticamente desaparecidos del debate de los grandes asuntos políticos y sociales, incapaces de reconducir una inexplicable apuesta por las derivas nacionalistas, y con cada vez más difícil protagonismo en la gestión cotidiana de las relaciones laborales a la par que carentes de planteamientos creíbles a medio y largo plazo, los sindicatos afrontan por primera vez el fantasma de su posible desaparición, o al menos el temor de quedar relegados a un papel meramente anecdótico.

Ante todo surge la duda de si los sindicatos constituyen, tanto por lo que por sí mismos representan como por la actuación que en la práctica han venido teniendo, una rémora que dificulta el desarrollo de unas relaciones laborales alineadas con los objetivos de crecimiento económico, desarrollo empresarial y creación de empleo. Consagradas ya por la ley unas condiciones laborales mínimas y establecidas garantías suficientes de respeto de los derechos laborales, el papel de los sindicatos habría perdido al menos en parte su sentido originario y tendería a deslizarse a la búsqueda continua de una mayor protección laboral sin cuidado de la necesaria compatibilidad con las exigencias del desarrollo empresarial. Un sindicato instalado en la oposición sistemática a las decisiones empresariales y en la presión continua por conseguir nuevas mejoras laborales, aun cayendo en excesos protectores que a la larga se vuelven contra los trabajadores, tendría poco espacio y poco sentido en el mundo económico y empresarial actual.

Pero, por otra parte, se plantea si los sindicatos no habrían de ser una herramienta imprescindible para una nueva articulación de la regulación de las relaciones laborales y para una gestión ordenada, en el nuevo contexto normativo, de las mismas. Piénsese en el debate actual en Francia, al que deberíamos prestar mayor atención, en el que se propone una reducción drástica de la normativa legal laboral, limitándola a la proclamación de una serie de principios fundamentales de formulación por lo demás, general, dejando el desarrollo de esos principios a la negociación colectiva sectorial y su concreción a la de empresa. Muy probablemente, ese nuevo planteamiento no podría prosperar sin una estructura sindical consolidada y reconocida. Y también, por otra parte, las necesidades empresariales de reestructuración, las adaptaciones continuas de los procesos productivos, son más fácilmente afrontables contando con interlocutores colectivos con los que se puedan alcanzar acuerdos y establecer bases de colaboración, que faciliten y den seguridad a la aplicación de las medidas que se revelen necesarias.

Sin olvidar los debates teóricos, hemos de prestar atención a la práctica de nuestras relaciones laborales y sindicales y a lo que ha venido sucediendo en las mismas. En función de esa práctica podremos decidir acerca de la viabilidad de las distintas propuestas que se formulen, y podremos también descubrir las medidas de adaptación o corrección que resulten necesarias. Y lo primero que se pone de manifiesto al examinar la política sindical de las últimas décadas es que, por regla general, ha sido contraria al desarrollo empresarial, al progreso y a la libertad económica. Centrada en mejorar el acervo de tutela de los trabajadores ocupados (sobre todo en los sectores centrales de la economía y en el empleo público), ha sido poco sensible a la creación de empleo y a las exigencias de competitividad empresarial y de desarrollo económico. En supuestos extremos, ha habido ejemplos de destrucción de riqueza y de empleo provocada por el exceso de presión sindical, aunque la bula de la que en la opinión pública han venido gozando los sindicatos ha dificultado que ello se pusiera de manifiesto. Por regla general, puede decirse que los sindicatos han actuado como si la capacidad de absorción de las empresas fuese ilimitada, y prescindiendo de los condicionamientos que del nuevo marco competitivo y de las nuevas realidades organizativas y productivas derivan para las empresas. Solo en determinados supuestos, como sucede en el sector del automóvil, podemos encontrar una política sindical alineada, también en la gestión de los inevitables conflictos, con las exigencias de competitividad del sector y de las compañías. Y solo para determinadas cuestiones, particularmente la ordenación del tiempo de trabajo, menudean los ejemplos de colaboración sindical en una más eficiente organización de los recursos productivos.

Esta presión sindical ha contado, entre nosotros, con un arma particularmente importante: la continuidad, en la democracia, de la normativa hiperprotectora del franquismo. A falta de libertad sindical, los sindicatos oficiales gozaban, durante el franquismo, de un estatus privilegiado, que, en los aspectos relativos a las relaciones laborales, se mantuvieron, para los sindicatos libres, por la normativa post-constitucional. Un exorbitante crédito de horas para actividades representativas y sindicales, que permite la proliferación de liberados sindicales, una incisiva tutela de la situación contractual de los representantes, y una normativa de negociación colectiva que confiere insólitos poderes normativos a las organizaciones sindicales y empresariales y que consagra una figura de convenio colectivo claramente inserta en planteamientos corporativos, constituyen una sólida base del poder sindical. Poder que se alimenta, en el terreno negociador, con la figura de la ultraactividad del convenio colectivo, que, aparte otras consideraciones, refuerza considerablemente la posición negociadora de los sindicatos, ya que, teniendo siempre garantizado el mantenimiento de lo ya conseguido, pueden centrar sus esfuerzos en la obtención de nuevas reivindicaciones, sin que pueda fácilmente ponerse en cuestión o plantear la revisión de anteriores conquistas. Si a ello unimos la falta de regulación del ejercicio del derecho de huelga, que ha permitido una doctrina judicial enormemente comprensiva con la misma (y con sus excesos) y que ha llegado, prácticamente, a consagrar la obligación empresarial de no hacer nada que pueda impedir o dificultar el éxito de la huelga, podemos entender la prevalencia de una actitud sindical reacia a cualquier cambio y temerosa de afrontar innovaciones en la regulación y en la gestión de las relaciones laborales.

En ese contexto cobran fuerza los planteamientos, antes expuestos, que consideran que los sindicatos son una figura del pasado, que ningún papel relevante pueden, ni deben, desempeñar en las modernas relaciones laborales. Las empresas, y la economía, funcionarían mejor sin sindicatos y las negociaciones colectivas deben dejar paso a las individuales, de tal forma que, sobre la base de la normativa legal protectora del trabajo, empresarios y trabajadores definan, a través de los contratos individuales y de los acuerdos también individuales que puedan alcanzar, el marco de su colaboración. El mensaje a los sindicatos es claro: ya que contigo no es posible la gestión eficiente de las relaciones laborales, lo vamos a intentar sin ti.

Pero las cosas no son tan simples ni tan fáciles. Sobre todo en las me dianas y grandes empresas, la ausencia de interlocución sindical puede dificultar los procesos de adaptación y cambio de las estructuras empresariales y de la organización del trabajo, y puede, en particular, complicar considerablemente la gestión de las restructuraciones empresariales. En situaciones de crisis empresarial, la falta de representación laboral y sindical (véase el caso de Abengoa) no constituye precisamente una ventaja. Si, por otra parte, tenemos en cuenta que la idea de simplificar drásticamente la normativa laboral, suprimiendo excesos reguladores e intervenciones legislativas detalladas y minuciosas, que suponen un corsé asfixiante para una necesaria gestión flexible de las relaciones de trabajo, se acompaña de la confianza en la negociación colectiva sectorial para desarrollar, en función de las características y necesidades de cada sector productivo, los principios generales que se limite a formular la ley, y en la negociación de empresa para concretar específicamente para la misma la regulación sectorial, se puede concluir que los sindicatos, a pesar de todo lo anteriormente señalado, pueden resultar necesarios. Sin ti, sería en este caso el mensaje, tampoco podemos afrontar los problemas de la economía y de las empresas en la hora presente.

¿Qué hacer entonces? La mejor manera de abordar el futuro de los sindicatos es la de plantear una profunda reconversión sindical y de las relaciones sindicales. Que, entre nosotros, pasa, en primer lugar, por la revisión de la situación normativa. Vivimos todavía, en lo sindical, en una situación heredada, en gran parte, de la etapa preconstitucional. Si tuvimos una meritoria transición política, que aunque ahora cuestionada, permitió, con todas sus imperfecciones, cambiar la naturaleza del régimen político y consagrar la democracia, y una transición económica insuficiente, retrasada y dificultosa, pero que también permitió dar un salto de cualidad a nuestra economía, la transición sindical prácticamente no existió. Por diversas razones, se mantuvieron en el ordenamiento laboral democrático, como ya hemos indicado, excesos reguladores y previsiones normativas que respondían, en su origen, a una tutela estatal compensadora de la falta de libertades sindicales o que se insertaban en la lógica de un sindicalismo oficial que constituía uno de los pilares esenciales del entramado político del régimen franquista.

En particular, la continuidad ha sido especialmente llamativa en lo referido al elemento central del sistema de relaciones laborales, la negociación colectiva. Llama la atención que tras décadas de democracia y de libertad económica (a pesar de las limitaciones que aún subsisten), sigamos en una situación en la que se atribuye un poder normativo exorbitante, solo muy levemente unido a la idea de representación de voluntades, a las organizaciones empresariales y sindicales. Y no menos llama la atención la pervivencia de un convenio colectivo considerado como norma jurídica y no como contrato, que goza de eficacia general, más allá del ámbito de la representación ostentada por los negociadores, y cuyo tratamiento normativo conduce, además, a una mortificación extrema de la autonomía individual y de la libertad de los contratantes. Lo escandaloso de la situación se revela más claramente si pensamos que en caso de retorno a un régimen corporativo (no tan alejado de algunos de los nuevos planteamientos políticos, aunque habrá que confiar en que el muro europeo nos proteja de los envites caribeños), nuestro marco laboral podría de nuevo sobrevivir sin más que algunos cambios de matiz.

Para que se despeje el futuro de los sindicatos, y puedan representar el papel que les requieren las nuevas relaciones laborales, sería pues necesario revisar, ante todo y sin complejos, como corresponde a una sociedad madura, nuestro modelo sindical en su configuración legal. Y eso significa afrontar el tema de los derechos sindicales (créditos de horas, liberados sindicales, las variadas estructuras representativas de los trabajadores), de la negociación colectiva —que no puede seguir siendo la venganza póstuma del régimen corporativo insertada en la democracia— y del derecho de huelga, cuya anomia ampara los más variados excesos y abusos y ha permitido que la doctrina judicial haya llegado ya, prácticamente, a imponer al empresario que, por activa o por pasiva, contribuya a garantizar el éxito de la huelga.

Pero junto a los cambios en el marco normativo son necesarios también los que afectan al ámbito de las relaciones laborales y al propio mundo sindical. Cómodamente instalados en una protección normativa que simplificaba considerablemente la labor negociadora y que favorecía todo tipo de inercias, ralentizando la renovación de los contenidos de los convenios y difucultando la introducción de innovaciones y la adaptación a las nuevas realidades, los sindicatos, como decía hace ya años Luciano Lama, un conspicuo lider sindical italiano, han pensado poco y por eso han avanzado poco. En las relaciones laborales del futuro, el desafío para los sindicatos no será tanto el de la gestión del conflicto y de la reivindicación como el de la colaboración, siendo capaces de articular la defensa de los intereses laborales en un marco de colaboración con la empresa en la permanente adaptación que los nuevos entornos competitivos le exigen.