Privacidad agonizante
Hace algunos días los medios de comunicación anunciaron que la empresa estadounidense Three Square Market había decidido dar inicio efectivo a su nuevo programa de identificación para sus empleados, a través de un microchip que se implantará debajo de la piel, entre el dedo pulgar y el dedo índice, y que reemplazará al tradicional carné de identificación empresarial.
El dispositivo sería insertado a todos aquellos que voluntariamente se inscriban en el programa, lo que les permitirá acceder al edificio donde operan las oficinas, así como a los computadores y otros equipos de oficina, utilizando tecnología de radiofrecuencia.
Aunque la compañía ha asegurado que el chip no es un transmisor de GPS, indudablemente el anuncio elevará de nuevo el debate sobre las implicaciones que este tipo de elementos tiene sobre lo poco que nos queda de privacidad. Hoy en día, millones de cámaras nos vigilan en las calles, edificios y las principales aplicaciones móviles conocen certeramente nuestra localización y nuestros hábitos de consumo.
En la próxima década habrá una gran revolución en las relaciones de consumo que incidirá en el comportamiento colectivo y modificará radicalmente el concepto de mercadeo. Todo ello, se dará como resultado de la optimización en las labores de minería de datos sobre la información personal que arrojan las redes sociales y el comercio electrónico, con apoyo en la inteligencia artificial.
Es factible que algunos de los episodios de la serie futurista Black Mirror, creada por Charlie Brooker, pasen pronto y se conviertan en frecuentes realidades de la vida ordinaria, como por ejemplo, la posibilidad de grabar lo que nuestros ojos ven, ya sea para bien o para mal. Como dijo el propio Brooker en una entrevista al periódico The Guardian, la tecnología es una droga, de la que se derivan efectos secundarios y el espejo negro (black mirror) está allí para revelar la dualidad entre el placer y el malestar que es inmanente a la tecnología.
Desde la Directiva 46 de 1995 del Consejo de Europa, con el surgimiento de los computadores y su poder de procesar datos personales de forma masiva y automatizada, el mundo entero viene trabajando en la construcción de una nueva rama del derecho, que se ocupa de forma especializada de la protección de los datos personales y que -en sus aspiraciones- va mucho más allá de la mera protección de la intimidad y el buen nombre. Ciertamente, esta área jurídica apunta a crear un conjunto de reglas tendientes que el titular de la información pueda controlar, al máximo nivel posible, la divulgación y utilización que se le da a la información personal por parte de terceras personas.
Sin embargo, el chip para identificar empleados y los otros múltiples desarrollos tecnológicos que están por venir, posiblemente acaben de arrinconar dicho ámbito del derecho de habeas data hacia una esquina teórica que va por un camino diferente al de la realidad. Así, por ejemplo, seguirán sin una respuesta asertiva preguntas como estas: ¿Cómo lograr que el permiso para la utilización de cookies sea de verdad un acto libre y voluntario y no un click obligado y necesario para acceder a las aplicaciones? ¿Cómo obligar a las redes sociales a explicar con mayor amplitud y claridad las serias consecuencias que conlleva autorizar la utilización de fotos y demás contenidos íntimos y personales? ¿Cómo lograr evitar eficazmente que terceras personas usen datos personales para fines diferentes a los comprendidos estrictamente dentro del marco de la autorización otorgada al momento de la recolección de información? Al final, el mundo sigue rodando y estas respuestas siguen faltando.
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