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Riqueza y desigualdad social

 | ABC
Antonio Garrigues Walker

Una primera interrogación para enfocar el tema: ¿Se merecen los ricos su riqueza? Esta pregunta fue formulada en 23 países y la respuesta, publicada en “The Economist” el año pasado, se resume así: el único país que alcanza el 60% en sentido positivo es Australia. Una sorprendente mezcla de países -Canadá, USA, China, India- superan el 50%. El resto de los países no llega a ese límite. España y Turquía con sólo el 20%, Rusia con poco más del 10% y Grecia con el 9%, son los cuatro países donde la respuesta es más negativa.

 

Medir la desigualdad social con precisión no es tarea fácil. Los índices en vigor permiten interpretaciones distintas y muchas discusiones sobre su fiabilidad, pero marcan con toda claridad las tendencias básicas. La aplicación del índice más conocido, el Coeficiente Gini (en el que el 0 es la igualdad completa y el 1 la desigualdad absoluta) confirma que -aunque la desigualdad ha descendido suavemente en varios países, y de manera muy especial en Latinoamérica- el mundo en su conjunto vive una situación peor que la que vivió la generación anterior. Con algunos matices se llega a esta misma conclusión, aplicando otros índices similares como el de la Curva de Lorenz, el Índice de Theil, el Índice de Atkinson y el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas – quizás el más completo y el más significativo- en el que se valora el nivel de vida digna, la educación y la salud.

En el caso de Europa el deterioro de la situación ha sido claro y destaca el fuerte empeoramiento de países como Suecia, Francia y España, con solo leves mejoras en Holanda y Alemania. España es, en efecto, uno de los países desarrollados a quien este problema impacta con más dureza y así se confirma en el reciente “1er informe sobre la desigualdad en España” que ha publicado la Fundación Alternativas y en el número 145 sobre “Crisis, desigualdad económica y mercado de trabajo en España” de Papeles de Economía Española, dos documentos que merecen una buena atención.

Pero para valorar este debate en toda su profundidad merece la pena seguir muy de cerca lo que está sucediendo en los Estados Unidos, en donde la desigualdad y sus consecuencias se han convertido sin duda en el tema más inquietante de los últimos tiempos, tanto en términos políticos como económicos, sociales y religiosos. Es, en estos momentos “el tema”, entre otras cosas porque se trata del país con mayor desigualdad de todos los países desarrollados. No hay economista, ideólogo, intelectual o académico que no se sienta obligado a participar en un debate en el que también los empresarios y los filántropos están tomando posiciones y acciones comprometidas. Es muy difícil encontrar un medio de comunicación anglosajón en el que no se analice con regularidad este problema que puede resumirse así: en la actualidad el 1% de los ciudadanos norteamericanos posee el 40% de la riqueza de su país mientras que el 20% más pobre solo alcanza el 7%. Pero eso, siendo dramático, no es lo más grave. Lo grave es la aceleración brutal de la tendencia. La distribución actual de la riqueza es peor que la que existía hace veinticinco años cuando esas cifras eran el 33% y el 12%, respectivamente.

Para estudiar esta situación se están desarrollando numerosos centros de pensamiento y académicos y también grupos especializados de análisis y de “advocacy”, incluso revistas periódicas (una de ellas lleva por título “Too much”) en los que se valora la situación y se estudian en concreto los efectos sobre la economía y la convivencia social. Dos premios nobeles de economía, Joseph Stiglitz, autor del libro “El precio de la desigualdad”, y el influyente comentarista Paul Krugman, están manteniendo en los medios de comunicación un diálogo lleno de interés. Ambos afirman inequívocamente, Krugman aún con más intensidad, que este es el mayor obstáculo al crecimiento de la economía y que si no se aplican nuevas ideas y nuevas técnicas que provoquen una redistribución de la riqueza más equitativa, el futuro del país estará en grave riesgo. No es una afirmación exagerada.

El mundo occidental en su conjunto tiene que sumir y afrontar este reto. Las crisis económicas siempre afectan más negativamente a las clases menos favorecidas y además suelen crear oportunidades de enriquecimiento a quienes cuentan con la información adecuada y tienen capacidad financiera. Pero no es sólo la crisis el factor que está acentuando la desigualdad. La tendencia general desde hace varios años en el mundo desarrollado es aplicar políticas que van directamente en sentido contrario al objetivo de una sociedad más equilibrada. Estas políticas de aumento de la presión fiscal y reducción del gasto social, sobre todo en educación y sanidad, acaban por afectar definitivamente al principio de igualdad de oportunidades. Es posible –solo posible y en cualquier caso debatible- que tales políticas sean necesarias en los momentos actuales pero como mínimo tendremos que ser conscientes y sensibles del efecto negativo que causan para intentar corregirlo y compensarlo en toda la medida de lo posible. Un cierto grado de desigualdad ha sido y será inevitable y tiene sin duda efectos positivos en el dinamismo social a través del espíritu de superación y la búsqueda de una vida mejor. Es, de hecho, una condición necesaria del progreso. Pero habrá que ir refinando y replanteándose estos conceptos. Vamos hacia unos tiempos en donde la solidaridad privada se acabará convirtiendo en un factor decisivo para la sostenibilidad y el progreso del sistema, entre otras razones porque el sector público irá reduciendo progresiva y sustancialmente su aportación.

“The giving pledge” (“la promesa de dar”) es el compromiso moral, puesto en marcha en Junio de 2010 por Warren Buffet y Bill Gates, consistente en donar a causas sociales la mayor parte de sus fortunas y como mínimo el 50% . Hasta ahora han asumido esa promesa más de cien multimillonarios, en gran parte norteamericanos, pero la idea está adquiriendo un desarrollo global con la incorporación de personas de todos los continentes. Esta iniciativa ha tenido ya un impacto económico significativo (se menciona una contribución de 378.000 millones de dólares) y se da por seguro que muchos de los 400 multimillonarios de la lista Forbes se adherirán a la promesa. Algunos -sobre todo Carlos Slim, el más rico hoy de todo el mundo- se han negado a ello alegando que lo único importante es crear riqueza y empleo y que estos compromisos no deben formularse públicamente, pero aun así entre los diez principios que aplica en todas las empresas figura el siguiente: “nuestra premisa es y siempre ha sido tener muy presente que nos vamos sin nada, que solo podemos hacer cosas en vida y que un empresario es un creador de riqueza que administra temporalmente”. “La promesa de dar” ha generado también –era inevitable- críticas en el mundo político e intelectual. Varios analistas –entre ellos el historiador Robert Dalzell, autor del libro “The good rich” con el subtítulo “and what they cost us”-, han llegado a afirmar que este comportamiento de los muy ricos es una reacción defensiva y calculada para proteger su imagen y evitar posibles reacciones negativas en una época de crisis profunda. No coincido enteramente con este punto de vista. Creo que la filantropía, y también la responsabilidad social empresarial, se están empezando a adaptar razonablemente bien a las nuevas realidades y que los ejemplos a valorar de forma positiva son cada vez más numerosos y más válidos. Pero aún nos queda sin duda un largo y tortuoso camino, tanto en el mundo rico como en el emergente.

Es cierto que en los últimos 20 años, 1.200 millones de seres humanos han salido de la situación de extrema pobreza, lo cual implica que han superado un ingreso de 1,25 dólares por día. El objetivo es alcanzar una cifra similar el año 2030. Podemos consolarnos o tranquilizarnos con esta mejora “impresionante” –así se califica en el mundo anglosajón- pero sería un ejercicio irresponsable. Si queremos que perviva el modelo político y económico actual, no hay otra salida ni solución que acelerar al máximo este proceso hasta alcanzar una distribución de la riqueza que sea asumible por el conjunto de la ciudadanía. Acentuando la desigualdad, liquidando a las clases medias, no hay sostenibilidad alguna. Es avanzar ciegamente –y eso es lo que estamos haciendo- hacia un futuro tan imprevisible como inquietante.