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Un derecho del trabajo para el siglo XXI

 | Expansión
Federico Durán López (Of Counsel del dpto. Laboral Madrid)

No parece que los temas laborales estén teniendo un protagonismo destacado en el debate electoral. Tras la convocatoria de elecciones, no hemos pasado de las ideas generales, sin concretar: el contrato único, de nuevo; la mochila austriaca revisitada –un fondo para despidos, con cotizaciones empresariales, movilizable en determinadas circunstancias por el trabajador o alimentador de un fondo de pensiones para el fin de su vida laboral–; o el manejo de las cotizaciones sociales como instrumento de política de empleo –para penalizar la contratación temporal o para premiar la ausencia de despidos–.

Junto a ello, las pulsiones derogatorias, que constituyen, en su formulación más simple, un insulto a la inteligencia, y, de nuevo, la búsqueda de fórmulas mágicas para la creación de empleo por la vía del aligeramiento de las cargas sociales. Y poco más. Parece que unos piensan que nuestro modelo laboral está suficientemente modernizado, y poco queda por hacer aparte de buscar más incentivos económicos para vencer la pereza empresarial a la hora de contratar, y otros, por el contrario, buscan en el pasado un pretendido paraíso laboral perdido, al que habría que volver suprimiendo las excrecencias de los últimos años.

Este es un panorama preocupante. Tendríamos, al contrario, que plantearnos la refundación de nuestro marco laboral. Si la idea de un nuevo Estatuto de los Trabajadores va en esa línea –me temo que no–, bienvenida sea. Es necesario establecer una nueva protección de los derechos laborales, acorde a las nuevas realidades económicas y sociales, y compatible con el desarrollo de las empresas y la mejora de su productividad y de su capacidad competitiva. Y esa es una labor que debe superar la política de partidos y promover un consenso lo más amplio posible sobre los principios generales sobre los que se ha de fundar la nueva regulación. Precisamente, el resultado electoral, que no contempla en principio la mayoría absoluta de ningún partido, podría propiciar un planteamiento de este tipo.

Por poner un ejemplo: si llegamos a la conclusión de que las cotizaciones sociales constituyen un impuesto sobre el trabajo que supone una rémora para la creación de empleo y que incentiva su sustitución, replanteemos el sistema de protección social y su financiación, buscando un equilibrio adecuado para el desarrollo de las iniciativas empresariales y del empleo, pero no nos obcequemos con medidas de alivio transitorio de las cargas contributivas para ver si conseguimos que se cree empleo aunque sea de forma provisional.

Levantemos la vista de la contemplación narcisista de nuestro pretendidamente exitoso reformismo y veamos el ejemplo francés. El documento del gabinete del primer ministro –“Un Código del Trabajo para el siglo XXI”– plantea la búsqueda de una serie de principios fundamentales, de formulación simple y escueta, aplicables al conjunto de los trabajadores, para, sobre la base de ellos, y para su concreción, reforzar el papel de la negociación colectiva, sobre todo de empresa, siempre compatibilizando la protección laboral con la seguridad que necesitan las empresas para su desarrollo. Para ello se crea una comisión de sabios, integrada por dos consejeros de Estado, dos magistrados del Tribunal Supremo y dos universitarios especialistas en Derecho del Trabajo, que deberá proponer los principios fundamentales a incluir en un proyecto de ley que guíe la reescritura del Código del Trabajo.

Reescritura que se confiará a una comisión ampliada de personalidades cualificadas –juristas, universitarios, expertos en relaciones laborales –que deberán rendir cuentas a los interlocutores sociales y al legislador.

Esa puede ser la vía de búsqueda de un amplio entendimiento y de una mayor racionalidad en el tratamiento de las relaciones laborales, lejos de presiones partidistas, con plazos breves de ejecución pero sin urgencias desaforadas ni adicción a los decretos leyes. Curiosamente, el único punto en el que, por motivos de urgencia, el gobierno francés se plantea actuar de forma inmediata, a través de un proyecto de ley, es el de la ordenación del tiempo de trabajo, descansos y permisos, que probablemente nosotros tenemos mejor resuelto, tanto en la ley como en la negociación colectiva.

El debate no tiene por qué ser fácil ni puede pretenderse el acuerdo de todos sobre todo. Sí que tenemos el desafío de construir el futuro y de procurar que esa construcción repose sobre bases estables que gocen de una amplia aceptación y que eviten las incertidumbres derivadas de los cambios legislativos asociados a la alternancia política. Y, probablemente, la idea francesa de establecer unos principios fundamentales inderogables –pocos y con escueta regulación–, dejar a la autonomía colectiva el desarrollo y adaptación de los mismos en cada sector y en cada empresa, y predisponer una normativa de aplicación subsidiaria para los supuestos de ausencia de convenio, puede ser un buen planteamiento para ello.

De todas formas, existen, y quiero señalarlo para no mantenerme solo en estos planteamientos generales, una serie de cuestiones concretas que habrá, urgentemente, que abordar.

En primer lugar, la contratación temporal, optando bien por el modelo tradicional de fijación de las causas que la justifican –y de control de su concurrencia–, bien por la permisión, como ha hecho el legislador italiano, de dicha contratación sin más limitación que la de su duración máxima –treinta y seis meses en el caso de Italia– y el porcentaje máximo de plantilla que puede estar contratada temporalmente –el 20%–. Y explorando, en todo caso, como se ha hecho en Francia y en Italia, nuevas posibilidades como la del contrato temporal, a través de empresas de trabajo temporal o agencias de empleo, con trabajadores contratados por estas por tiempo indefinido, o abriendo la vía incluso, en determinados supuestos, para la subcontratación de la plantilla a través de modalidades de staff leasing.

En segundo lugar, los despidos económicos, limitando drásticamente la figura y los efectos de la nulidad –dejando, como en Italia y en Francia, la readmisión del trabajador para los supuestos de vulneración de derechos fundamentales o asociados a la protección de la maternidad–, fijando el costo de separación estándar que permita afrontar los procesos de reestructuración empresarial con seguridad acerca de su impacto económico –que se suele establecer en el entorno de las 24 mensualidades de salario como máximo– o buscando la reducción de la intervención judicial, a través del abono de ese coste de separación, o a través de la homologación administrativa –como se ha hecho en Francia– del cumplimiento de las obligaciones formales y de la suficiencia del Plan Social.

En tercer lugar, la flexibilidad interna, que no debe seguir vinculada a situaciones negativas de la empresa, sino que tiene que proveer de un instrumento mucho más accesible de reestructuración empresarial, en búsqueda del desarrollo de la empresa y de la mejora de su productividad y de su competitividad.

Y en cuarto lugar, la negociación colectiva, redefiniendo el papel de la sectorial y de la de empresa, precisando los requisitos de legitimación empresarial –de representatividad de las organizaciones empresariales– y aclarando todo lo relativo a la aplicabilidad de los convenios y a su duración. Es una tarea ingente.

Pero no podemos eludirla. Máxime cuando en nuestro entorno las cosas se están moviendo con mucha más intensidad y velocidad de las que, en nuestra falsa autocomplacencia reformista de estos últimos años, imaginamos.