Vigencia y aplicación de los convenios: el miedo al vacío
Una de las peculiaridades de nuestras relaciones laborales, que, a fuerza de convivir con ella, parecía ya “natural”, era la imposición legal de la continuidad de la aplicación indefinida de los convenios colectivos una vez perdida su vigencia. Contrariando la naturaleza contractual de los convenios, que son contratos, colectivos y dotados de fuerza vinculante sobre los individuales, pero contratos, el legislador preveía que, aun habiendo mediado denuncia de alguna de las partes y finalizada su vigencia, el convenio debía seguir aplicándose hasta que se alcanzase acuerdo para su sustitución.
Ello suponía ignorar los principios contractuales del Código Civil y el fundamental principio de autonomía de voluntad, y, en las relaciones laborales provocaba una evidente posición de superioridad negociadora de una de las partes, la laboral, cuya plataforma negociadora no podía dejar de partir de lo ya previamente conseguido, cuya conservación, por imperio de la ley, resultaba obligada hasta que se alcanzase un nuevo acuerdo. Sistemáticamente, durante décadas, las posiciones negociadoras laborales consistían, esencialmente, en intentar añadir algo más a lo precedente. Lo que ha provocado una negociación colectiva “de aluvión”, con superposición de capas sucesivas que, de seguir así, pronto tendrían que empezar a ser estudiadas desde el punto de vista de la “arqueología jurídica”.
Al mismo tiempo, se ha dificultado gravemente la renovación de los contenidos de los convenios y se ha alimentado su comportamiento inflacionario, lo que explica la evolución de nuestros costos laborales en las décadas pasadas.
La reciente reforma trata de reconducir esta situación y lo hace fijando un límite temporal, de un año, a la aplicación, llamada “ultraactiva”, por imperio de la ley, del convenio vencido. Lo cual no solo debe restablecer la vigencia de los principios contractuales (un contrato, por colectivo que sea, está vigente durante el periodo acordado por las partes o durante las prórrogas también acordadas, es aplicable durante su vigencia y, perdida la misma, debe dejar de ser de aplicación) y favorecer la libertad contractual, sino que debe permitir la renovación de los contenidos convencionales, reforzando el papel del convenio en la gestión de las relaciones laborales e introduciendo más racionalidad en la fragmentada estructura negociadora. Amén de que debe reforzar el papel del contrato individual de trabajo.
Los problemas, sin embargo, son varios. Primero, que el legislador limita, pero mantiene, la imposición legal de aplicación de un contrato no vigente. Segundo, que vuelve a incidir en los errores técnicos en que ya incidía del Estatuto de los Trabajadores, confundiendo vigencia del convenio, prórroga y aplicación obligada de un convenio ya vencido. El convenio, como todo contrato, si suscrito por una duración limitada, agotada dicha duración y tempestivamente denunciado, pierde su vigencia. Podrá seguir siendo de aplicación por impero de la ley, pero no está vigente. Estos errores técnicos serán sin duda fuente de problemas interpretativos cuyas consecuencias prácticas no serán desdeñables. Y tercero, que se ha generado un horror al vacío que nos presenta el fin de la ultraactividad como un desastre y que busca, por ello, todo tipo de trampas para rellenarlo.
Dejando ahora estas trampas, ¿por qué el miedo al vacío? Porque no es fácil pasar de un régimen intervenido, controlado, a un régimen de libertad contractual. Las seguridades corporativas ejercen aún atractivo sobre muchos, a pesar de que el progreso económico y social se cimenta sobre la libertad y no sobre las restricciones corporativas. Porque se teme la quiebra (ojalá) de toda la parafernalia de los derechos adquiridos y de las condiciones más beneficiosas, y porque el fin de la ultractividad puede suponer un vuelco en la estructura de la negociación, racionalizado la misma pero afectando a la supervivencia de estructuras sindicales y empresariales que solo encuentran su razón de ser en la actual fragmentación de la negociación.
El 8 de julio podrán decaer muchos convenios y no habrá ninguna tragedia. Cada caso tendrá su tratamiento y no se pueden establecer reglas generales. Las partes tienen en su mano completar la red de convenios nacionales sectoriales, que ofrezcan una regulación mínima para afrontar vacíos convencionales, y pueden regular la vigencia del convenio y de sus prórrogas en los términos que consideren más convenientes. Pero una vez que el legislador ha apostado abiertamente por la libertad, no dejemos pasar la ocasión.
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