A vueltas con la jubilación forzosa
La posibilidad de pactar convencionalmente la finalización del contrato de trabajo por alcanzarse la edad ordinaria de jubilación ha sido, sin duda, una de las causas extintivas de la relación laboral más polémicas en tiempos de democracia.
Creada por primera por la Disposición Adicional Quinta del Estatuto Laboral de 1980, fue incorporada al Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 14 de marzo, en su Disposición Adicional Décima.
El Tribunal Constitucional venía avalando esta medida extintiva, discutida desde la perspectiva de la discriminación por razón de edad, sobre la base de que el trabajador afectado accedía a la pensión de jubilación (sin ver dañado su derecho al trabajo efectivo de forma desproporcionada) concediéndose a cambio una oportunidad de trabajo a la población en paro. A modo de ejemplo, en su Sentencia nº 22/1981, de 2 de julio, Cuestión de Inconstitucionalidad núm. 223/1980, (RTC 1981\22), señaló (en sus fundamentos jurídicos octavo y noveno) que: “El derecho al trabajo no se agota en la libertad de trabajar; supone también el derecho a un puesto de trabajo y como tal presenta un doble aspecto: individual y colectivo, ambos reconocidos en los arts. 35.1 y 40.1 de nuestra Constitución respectivamente (...). La política de empleo basada en la jubilación forzosa es una política de reparto o redistribución de trabajo y como tal supone la limitación del derecho al trabajo de un grupo de trabajadores para garantizar el derecho al trabajo de otro grupo. (…) la fijación de una edad máxima de permanencia en el trabajo sería constitucional siempre que con ella se asegurase la finalidad perseguida por la política de empleo; es decir, en relación con una situación de paro, si se garantizase que con dicha limitación se proporciona una oportunidad de trabajo a la población en paro, por lo que no podría suponer, en ningún caso, una amortización de puestos de trabajo. Ahora bien, tal limitación supone un sacrificio personal y económico que en la medida de lo posible debe ser objeto de compensación, pues para que el tratamiento desigual que la jubilación forzosa supone resulte justificado no basta con que sirva a la consecución de un fin constitucionalmente lícito; es preciso, además, que con ello no se lesione desproporcionadamente un bien que se halla constitucionalmente garantizado. Este es el sentido que ha de atribuirse a la compensación prevista en la disposición adicional quinta al asegurar que el límite máximo de edad sólo será efectivo si el trabajador ha completado los períodos de carencia para la jubilación.
Por medio de la Ley 12/2001, de 9 de julio, de medidas urgentes de reforma del mercado de trabajo para el incremento del empleo y la mejora de su calidad se derogó la citada Disposición Adicional habilitante de la jubilación forzosa, derogación justificada en la necesidad de garantizar la estabilidad en el empleo y en las nuevas realidades demográficas.
Habría que esperar apenas cuatro años (a la Ley 14/2005, de 1 de julio, sobre las cláusulas de los convenios colectivos referidas al cumplimiento de la edad ordinaria de jubilación) para que se habilitara de nuevo la posibilidad de pactar convencionalmente la jubilación obligatoria. El Gobierno impulsa entonces esta medida en un momento de fortaleza de las arcas públicas, argumentándose esta vez que el artículo 6.1 de la Directiva 2000/78/CE del Consejo de la Unión Europea de 27 de noviembre de 2000 avalaba que las diferencias de trato por motivos de edad no constituirían discriminación si estaban justificadas objetiva y razonablemente, por una finalidad legítima, incluyendo los objetivos legítimos de las políticas de empleo. En esa línea, por medio de una nueva Disposición Adicional Décima incorporada al Estatuto de los Trabajadores, se habilitaba que los convenios colectivos pudieran establecer (de nuevo) cláusulas que posibilitasen la extinción del contrato de trabajo por el cumplimiento de la edad ordinaria de jubilación siempre que esta medida se vinculara a objetivos coherentes con la política de empleo expresados en el convenio colectivo, tales como la mejora de la estabilidad en el empleo, la transformación de contratos temporales en indefinidos o el sostenimiento del empleo.
Fueron muchas las normas convencionales que incorporaron desde esa fecha este tipo de cláusulas, pactándose las medidas compensatorias más variopintas, a modo de ejemplo: la mejora en la calidad o la estabilidad del empleo, la mayor formación en materia de prevención de riesgos laborales, el incremento salarial pactado o el establecimiento de indemnizaciones a la extinción de los contratos de trabajo superiores a los mínimos estatutarios, la ampliación de la duración máxima de los contratos temporales o la conversión de contratos temporales en indefinidos, y el sostenimiento del empleo a través de la sustitución del trabajador jubilado por otro o mediante el compromiso de favorecer la sustitución del personal en edad de jubilación.
Medidas que, sin embargo, y en su mayoría, no terminaban siendo avaladas por nuestros Tribunales. Pocas eran las jubilaciones forzosas que acababan siendo ratificadas en lugar de ser declaradas como despidos nulos o improcedentes. El poder judicial desoía las medidas compensatorias pactadas por las partes negociadoras de los convenios colectivos, avalando únicamente las extinciones a la edad de jubilación cuando éstas fueran aparejadas de más de una transformación de contratos temporales a indefinidos o de más de una nueva contratación. A modo de ejemplo, el Tribunal Supremo en su sentencia de 24 de noviembre de 2011 (recurso 4011/2010) (RJ 2012\1473) concluía que la expresión utilizada por el legislador en la nueva redacción de la Disposición Adicional Décima del Estatuto de los Trabajadores no había de entenderse cumplida con la simple ocupación de la vacante dejada por el jubilado cesado.
La Ley 14/2005 conllevó una falta de seguridad jurídica para las empresas (que, pese a limitarse a aplicar una cláusula convencional en vigor, resultaban condenadas al abono de elevadas indemnizaciones por asimilarse las extinciones por jubilación forzosa a despidos improcedentes), numerosas reclamaciones al Estado por los salarios de tramitación a los que habían sido condenadas las empresas por sentencias por despido dictadas más allá de sesenta días desde la presentación de las demandas, una disminución preocupante en ingresos de cotizaciones sociales, y una salida constante y elevada de fondos públicos en forma de pensiones a favor de los nuevos jubilados.
Consecuencias que un Estado ahogado económicamente no podía seguir soportando, de ahí que por medio de la Ley 3/2012, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral, se declararan de nuevo nulas y sin efecto las cláusulas de los convenios colectivos suscritos a partir de la entrada en vigor de esa Ley que posibilitasen la extinción del contrato de trabajo por el cumplimiento por parte del trabajador de la edad ordinaria de jubilación. No obstante, para garantizar la seguridad jurídica y el equilibrio negociador, en la Disposición Transitoria Decimoquinta de esa Ley se establecía que las cláusulas de jubilación forzosa pactadas en convenios colectivos en vigor mantendrían su efectividad hasta la finalización de la vigencia inicial pactada para esas normas convencionales.
El Real Decreto-Ley 5/2013, de 15 de marzo, de medidas para favorecer la continuidad de la vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento activo vino a ratificar la necesidad de limitar, en la medida de lo posible, los costes derivados del acceso a la pensión de jubilación ordinaria. Por primera vez se pacta la compatibilidad entre la pensión contributiva de jubilación y el trabajo, abogando por un “envejecimiento activo”, y posibilitando esta fórmula para aquellos trabajadores que: (i) hubieran accedido a la jubilación al alcanzar la edad ordinaria que en cada caso resultase de aplicación (sin que fueran admisibles jubilaciones acogidas a bonificaciones o anticipaciones de la edad); y (ii) a los que corresponda un porcentaje del 100% sobre la base reguladora a efectos de determinar la cuantía de su pensión.
Se posibilita a los jubilados, de esta forma, la compatibilización del empleo a tiempo completo o parcial, por cuenta propia o por cuenta ajena, con el cobro del 50% de la pensión que tengan reconocida inicialmente o estén percibiendo, sin que el beneficiario pierda la consideración de pensionista a todos los efectos, y garantizando que finalizada la relación laboral se restablecería el percibo íntegro de la pensión de jubilación. Durante esta situación de compatibilización, se reducen las obligaciones de cotización a la Seguridad Social de empresarios y trabajadores, que cotizarán únicamente por incapacidad temporal y por contingencias profesionales, quedando adicionalmente sujetos a una cotización especial de solidaridad de un 8%.
La necesidad de limitar los costes derivados por pensiones de jubilación y compensar las mismas con nuevas cotizaciones es, a día de hoy, acuciante.
La jubilación forzosa nunca ha estado exenta de discusión. Mientras que, para algunos, constituía un despido encubierto sin indemnización; para otros, era una medida dolorosa, aunque necesaria, para permitir el relevo generacional. Si a ello le unimos la debilidad de nuestras arcas públicas y los nuevos desafíos demográficos derivados de las bajas tasas de natalidad y la prolongación de la esperanza de vida, el retorno de esta discutida medida es, a día de hoy, una auténtica quimera.
Habrá que esperar, no obstante, el cambio de tendencia para dilucidar si aún quedan razones que justifiquen su recuperación.