¿Cómo diferenciar a los corruptos?
Cada vez que se acusa de corrupción por parte de las autoridades a un funcionario público o a un empresario privado, los colombianos nos enfrentamos a la difícil tarea de tratar de formar una opinión sobre su grado de responsabilidad en el asunto. Esto se hace prácticamente imposible, pues todos los acusados (tanto los culpables como los inocentes) responden de forma idéntica las preguntas del periodista de turno: “no tengo responsabilidad en el asunto y estoy dispuesto a colaborar con la justicia”.
Diríamos que los corruptos y demás responsables de delitos repudiables han aprendido una sencilla pero efectiva regla de oro: tomar una postura exacta a la que adoptaría el más pulcro de los inocentes y de esa manera impedir la efectiva valoración por parte de la llamada opinión publica. Con ello, se logra diferir el daño reputacional posiblemente hasta la fecha de una condena, si es que eventualmente se da.
En teoría, esto no sería un problema sino, por el contrario, un efecto apenas justo y apropiado, puesto que todos los acusados se presumen inocentes hasta que se demuestre lo contrario, como dicen categóricamente nuestras leyes. Sin embargo, ahí está precisamente la complicación: nuestra justicia funciona muy deficientemente; los procesos duran mucho tiempo y la posibilidad de condena es muy baja, aún cuando existan pruebas contundentes contra el acusado.
Por ello, en el momento en que surgen los escándalos de corrupción, el sistema judicial no nos ofrece ninguna señal clara sobre el grado de responsabilidad de los acusados y los consumidores de noticias nos vemos obligados a tratar de leer entre líneas para poder, precariamente, formar una opinión sobre la veracidad de cada acusación.
La cuestión se hace todavía más difícil si se tiene en cuenta que, para nuestro infortunio, son pocos los medios de comunicación independientes en este país, lo que ocasiona que la mayoría de las veces cada relato periodístico esté filtrado a través de la lupa de los intereses propios del medio.
Así, sumados la demora judicial y la prensa con intereses, a los ciudadanos interesados en entender la actualidad nacional no nos queda otro camino que adquirir dotes de perro sabueso para intentar dilucidar la escurridiza verdad. Muchos se dejan guiar por el tamaño del titular o por la opinión del columnista preferido.
Este país vive de escándalo en escándalo y la vertiginosa dinámica de las noticias no permite decantar los temas, ni madurar una opinión por un largo periodo. Muchas veces, cuando se divulga en los medios la decisión final del juez en un determinado caso, ello se registra con mucho menos bombo y notoriedad que cuando irrumpió el escándalo meses o años atrás. Por esa razón, con frecuencia y de forma injusta, la sociedad termina “condenando” a las personas prematuramente, muchas veces con la simple captura por la Fiscalía, olvidando que la mayor parte de las capturas son de tipo preventivo y no guardan relación con la responsabilidad del acusado.
Por todo esto, la opinión pública, así construida, tiene poco que ver con la cimentación estructurada de una verdad colectiva que permita distinguir entre los buenos y los malos comportamientos ciudadanos. En consecuencia, está más relacionada con el confuso tropel de verdades muy verdaderas, verdades a medias y puras mentiras que se traducen en una verdad mixta y nueva, muchas veces lejana de la realidad.
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