El gran atractivo del aforado
En los últimos tiempos nuestra crónica procesal penal tiene un indiscutible protagonista: el aforado. Con este término se designa a aquel político, parlamentario, miembro del Poder Judicial o miembro de determinadas instituciones como el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Estado y el Defensor del Pueblo, cuya eventual responsabilidad, ya sea de origen civil o penal, se va a ver sujeta a reglas procedimentales y ventajas (como declarar por escrito o desde el propio despacho oficial) distintas de las que operan para los ciudadanos de a pie.
En Europa, el origen y fundamento del instituto legal del aforamiento, hay que buscarlo en el Estado Liberal que surge con la Revolución Francesa que proclamó la inviolabilidad y la inmunidad parlamentarias, como mecanismo de protección a la libertad de expresión de los parlamentarios y políticos. La figura se importó en 1810 quedando incorporada en 1812 a nuestra Constitución, manteniéndose en las que la sucedieron, llegando así hasta la actual, de 1978.
Así, el aforado se va a someter a un procedimiento dirigido por un tribunal distinto del que correspondería al investigado “común” (imputado, en la terminología anterior a la reciente reforma de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal). En el caso de los aforados de corte estatal, será la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y para los aforados autonómicos, la Sala de lo Civil y Penal del correspondiente Tribunal Superior de Justicia. El atractivo del aforado es tal que determina que cuando en un procedimiento que se sigue ante un investigado sin tal distinción, se detecta la posibilidad de la intervención presuntamente delictiva del aforado, este arrastre a aquel a su tribunal.
La cuestión tiene su aquel. Básicamente porque la institución se presta a generar situaciones que mal se compadecen con la igualdad de todos ante la ley y los principios rectores del proceso penal, muy especialmente, aquellos que tienen que ver con la búsqueda de la verdad material y las garantías que deben rodear al investigado. Situaciones que generan una incomprensión social acerca de la institución del aforamiento, del aforado y de la propia justicia.
Es una ley máxima que el Juez Instructor, tan pronto detecta la posible intervención de una persona en la comisión del hecho delictivo que investiga, tiene que darle cuenta del mismo y permitirle la entrada en el procedimiento, para que participe en la investigación, en uso de su derecho fundamental de defensa. De otra parte, tengamos presente que cuando se detecta que dicha intervención puede venir de un aforado, el Instructor debe dirigirse al Tribunal de aforamiento para que examine si resulta procedente la asunción o declaración de su propia competencia y, a partir de ahí, para el caso de que sí la declare, ponga en marcha los pasos oportunos para que ello se materialice en la incoación de un procedimiento.
Pensemos ahora en cuántas veces, se suscitan aforamientos en procedimientos cuyo objeto lo constituyen delitos que nada tienen que ver con la libertad de expresión del aforado que, recordemos, está en el origen de la institución. Se trata de procedimientos por delitos de prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, delitos de corte económico que en nada afectan a esa libertad de expresión. Será el aforado el que, en un intento de garantizarse cierta impunidad, no renuncie a su condición institucional y ponga difícil la prosecución de una causa judicial pues, obviamente, los trámites procedimentales que implica el aforamiento no son sencillos ni rápidos, pudiendo dar pie a que un Instructor falto de empuje, desista de poner en marcha los trámites especiales propios del aforamiento.
Y es que esta es precisamente la crítica predominante hacia el aforamiento. Sus motivaciones, ajenas en muchos casos a la protección objetiva de la condición institucional de la persona implicada, se pueden alzar como obstáculos para el cumplimiento del fin esencial del proceso. De ahí que en los últimos tiempos, obviamente al compás del escenario político que vivimos, se abogue por una reducción y reforma de la figura que tienda hacia una absoluta excepcionalidad, acorde con los valores superiores de justicia e igualdad que proclama nuestra constitución en su artículo primero.