Las reformas laborales de la nueva legislatura
En la etapa política abierta tras las últimas elecciones generales jugarán un papel fundamental las reformas laborales que puedan pretender implantarse.
Podemos encontrarnos con varios escenarios: el primero, que fracase el proyectado gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, bien porque no se consigan los otros apoyos necesarios (por vía del voto favorable a la investidura o de la abstención) para que prospere, bien porque el propio acuerdo implosione. Ninguna hipótesis debe descartarse porque la política española se halla instalada desde hace algún tiempo en un juego de sombras chinescas, que hace surgir la duda, continuamente, de si las apariencias guardan alguna relación con la realidad. En este caso, se abrirían dos caminos: o bien nueva convocatoria electoral que provocaría el mantenimiento de la parálisis normativa y del desgobierno durante varios meses, o bien acuerdo para la constitución de un gobierno, de coalición o, más probablemente, minoritario del partido más votado, con el apoyo de los grandes partidos nacionales constitucionalistas. El margen, en este último caso, para abordar reformas laborales de calado sería muy reducido, por lo que podríamos confiar en el mantenimiento, mientras dure la situación de provisionalidad política, del mismo marco normativo. Y ello a pesar de que sería una ocasión ideal para afrontar reformas en el ámbito de la Seguridad Social, para garantizar la sostenibilidad del sistema, y en algunos aspectos de la regulación de las relaciones laborales en los que se podría llegar, con el apoyo del diálogo social, a un cierto consenso.
El segundo escenario sería el de la investidura del gobierno de coalición pactado tras las elecciones. En este caso, las reformas laborales tendrían un papel central en la acción de gobierno. El contexto internacional y sobre todo nuestra integración en la Unión Europea no permitirían grandes experimentos con la economía, con las relaciones exteriores, con todo lo relativo a la defensa, a justicia y a interior (es de suponer que el partido mayoritario se reservaría los Ministerios de Estado), pero a cambio podrían permitirse ciertos equilibrios a costa de las grandes cuestiones sociales (vivienda y alquileres, por ejemplo), en particular a costa de todo lo relacionado con el empleo y las relaciones laborales. Si las competencias ministeriales correspondientes se atribuyesen a Unidas Podemos, es muy probable que la ofensiva normativa no se hiciese esperar, abarcando casi todos los aspectos del ordenamiento laboral (con la duda de lo relativo a la Seguridad Social, que podría desgajarse del Ministerio de Trabajo para pasar a ser competencia de Economía).
Si atendemos a los programas electorales de los partidos de la coalición, lo primero que podríamos esperar es el aumento del costo del trabajo, bien por vías directas (UP propone un salario mínimo de 1.200 euros y plantea ya una subida inmediata a 1.000, y el PSOE cifra la mejora en alcanzar el 60% del salario medio, lo que supondría llevar el SMIG a 994.80 euros, que representa una subida de más del 10%; también UP plantea la jornada laboral de 34 horas sin reducción salarial), bien por vías indirectas (cotizaciones a la seguridad social, mochila austríaca, costo del despido, imposiciones a las empresas de rigideces organizativas como consecuencia del reconocimiento de nuevos derechos de conciliación y adaptación de jornada, etc.). Junto a ello, también deberíamos enfrentarnos a un aumento de la rigidez laboral. Ambos programas plantean la derogación de la reforma laboral de 2012 (para Podemos, la derogación de las reformas laborales, incluida la del PSOE de 2010) y un nuevo Estatuto de los Trabajadores (ya hay previsto un “grupo de expertos y expertas” para la propuesta de un nuevo Estatuto de los Trabajadores, que debería haberse constituido antes del 30 de junio de 2019: disposición adicional primera del Real Decreto-ley 8/2019, de 8 de marzo). Mientras tanto, tendríamos probablemente que enfrentarnos a un aluvión de reformas normativas sobre la contratación laboral (restringiendo al máximo la temporal y reformulando la a tiempo parcial), sobre la externalización y subcontratación de actividades (siempre en sentido restrictivo) y sobre el despido. Es de prever, a este respecto, la reforma del despido objetivo, sobre todo del fundado en la excesiva morbilidad, que tendría muy probablemente los días contados (todo ello bajo la consideración de que la lucha contra el absentismo atenta al derecho a la salud de los trabajadores, a su derecho al trabajo y también a su garantía de no discriminación, por cuanto las mujeres, se dice, enferman más que los hombres y los pobres más que los ricos). Y también la del colectivo, respecto del que no es descartable que se plantee la recuperación de la autorización administrativa.
Todo ello, en el marco de una ofensiva general contra la flexibilidad, contra los diversos mecanismos que se han venido introduciendo para permitir una gestión más flexible del tiempo de trabajo (modificación sustancial de condiciones de trabajo, inaplicación del convenio colectivo, prevalencia del convenio de empresa sobre el sectorial, ordenación y distribución del tiempo de trabajo). Vuelta, pues, a la filosofía de la rigidez, contando también para ello con la negociación colectiva. Se habla en los programas de “recuperar el poder de la negociación colectiva”, pero en realidad lo que se plantea es recuperar, o reforzar, el papel sindical en ella, reforzando la negociación sectorial frente a la de empresa y volviendo a las versiones más duras de la ultractividad de los convenios colectivos.
Y como colofón, un festival de mejoras, blindajes y garantías de las pensiones, más moderado en el caso del PSOE, más desprejuiciado en el de Podemos, que nos acercaría peligrosamente a la insostenibilidad del sistema, sobre todo si la Seguridad Social sigue en el ámbito competencial del Ministerio de Trabajo o de Empleo.
Esta sería una derrota que haría honor a la polisemia de la palabra, porque nos podría llevar a una derrota de todos los esfuerzos recientes y no tan recientes (ya la reforma del Estatuto de 1994 comenzó a marcar la senda) de modernización de nuestro sistema de relaciones laborales y de defensa de las actividades productoras de riqueza y de creación de empleo. Y que nos alejaría de la única vía de actuación razonable ante los desafíos del mercado laboral: una sustancial desregulación de la normativa laboral acompañada de un reforzamiento considerable de la negociación colectiva. A esta debe encomendarse la regulación de los aspectos centrales de las relaciones laborales y de las condiciones de trabajo, limitándose la normativa legal al establecimiento de unos estándares mínimos y dejando la regulación legal más detallada (por definición rígida en su generalidad y alejada de las situaciones específicas de las empresas y de sus necesidades organizativas y productivas) para las pequeñas empresas y para sectores no cubiertos por la negociación colectiva. Eso exigiría una nueva negociación colectiva, en su estructura y en sus contenidos, confiada exclusivamente a los sindicatos y blindada ante la generalidad de los intentos de su cuestionamiento judicial. Unos agentes sociales conscientes de la que se avecina deberían apostar por ello.
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