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El sacrificio de la contratación temporal en el altar de la rigidez

España - 
Federico Durán López, of counsel del Departamento Laboral de Garrigues.

El proyecto de decreto ley de “modernización de las relaciones laborales” marca un punto de inflexión en la limitación de la contratación temporal. Si se convierte en norma, provocará un cambio trascendental de nuestro mercado de trabajo.

Estamos viviendo, en las relaciones laborales, una pugna cada vez más intensa entre la evolución económica y social, que lleva aparejada la aparición de nuevas formas de trabajo y de organización de la producción (de servicios, sobre todo, pero también de bienes), y la ofensiva política y sindical para volver a los esquemas de rigidez en las relaciones laborales que dominaron las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. En esa ofensiva es una pieza clave la limitación, hasta casi el borde de su desaparición, de la contratación temporal. El proyecto de decreto ley de “modernización de las relaciones laborales” marca, en ese sentido, un punto de inflexión que provocará, si se convierte en norma, un cambio trascendental de nuestro mercado de trabajo.

Para entender bien el alcance de lo que se plantea, hemos de tener en cuenta cuáles son los orígenes históricos de las elevadas tasas de temporalidad de nuestras relaciones laborales. El que hace tiempo nos vengamos moviendo en tasas de temporalidad que en muchos momentos casi duplican la media europea, responde no solo a las características de nuestro sistema productivo (con un mayor peso de sectores en los que la contratación temporal juega un mayor papel) y al influjo de la alta tasa existente en el empleo público (la Administración, en este terreno, predica el “consejos vendo y para mí no tengo”), sino también a las opciones de política legislativa que se han producido.

El momento crucial, al respecto, podemos situarlo en las reformas legislativas del año 1984. Innegables ya los estragos que para el empleo derivaban de un marco laboral anticuado y muy rígido (al que ahora, bajo la enseña de la “modernidad” se pretende volver), y debiendo afrontarse, relativamente alejados ya de la transición política, que ralentizó las decisiones al respecto, las consecuencias para el mundo productivo y laboral de la crisis de los años 70, la opción del legislador fue la de mantener en lo sustancial dicho marco e introducir la necesaria flexibilidad por medio de la contratación temporal. La idea de que las exigencias de la flexibilidad eran meramente coyunturales y que podían por tanto ser afrontadas mediante respuestas coyunturales llevó un mensaje tácito al mundo empresarial: mantenido un marco normativo de elevada rigidez, la flexibilidad habría de buscarse por medio de la contratación temporal. La Ley 32/84 y el Real Decreto 1989/84, sobre todo, permitieron un importante despegue de la contratación temporal que se tradujo en una significativa creación de puestos de trabajo. La mala prensa retrospectiva de la contratación temporal, ha hecho olvidar su relevante papel en la creación de empleo en los años centrales de los primeros gobiernos socialistas (el ‘Análisis de la contratación temporal en España’, de Segura, Durán, Toharia y Bentolila, publicado por el Ministerio de Trabajo en 1991, es una pieza fundamental para el estudio del mercado de trabajo de aquellos años).

Conforme el paso de los años, sin embargo, puso de manifiesto que la coyunturalidad de la crisis era pura ilusión y que las relaciones laborales necesitaban dosis de flexibilidad que no dependieran solo de la contratación temporal, y conforme las consecuencias negativas de esta se ponían de manifiesto (sobre todo por la desigual distribución de la flexibilidad, con un núcleo de mano de obra protegido por un rígido marco normativo y otro condenado a aportar, a costa de su seguridad, las dosis de adaptabilidad empresarial necesarias), las opciones de política legislativa comenzaron a cambiar. Con la reforma del Estatuto de los Trabajadores (ET) de 1994, sobre todo, se empezaron a dar pasos significativos al respecto, tratando por una parte de introducir flexibilidad en las relaciones laborales, con mayores facultades de decisión empresarial, y por otra de empezar a embridar a la contratación temporal.

Desde entonces, nuestra historia normativa refleja un tortuoso avance hacia mayores cotas de flexibilidad en las relaciones indefinidas, que permitiesen restringir el uso de la contratación temporal, lo que culmina en la reforma laboral de 2012. Sin embargo, esta no dejó de ser una reforma tímida, que contenía en sí gérmenes de involución y de contradicción. Eso explica su relativo fracaso en lo que concierne a la “normalización” del panorama de la contratación laboral en España: las cotas de temporalidad han seguido siendo altas y la adaptabilidad empresarial, en lo que se refiere sobre todo a la modificación de condiciones de trabajo y al ajuste del volumen de empleo, ha venido sufriendo embates judiciales y administrativos crecientes.

Los males de nuestro mercado de trabajo, en particular los lacerantes niveles de desempleo, exigen probablemente más y no menos flexibilidad, que no tiene por qué ser incompatible con la tutela de los derechos de los trabajadores. La respuesta que se pretende va, sin embargo, en sentido contrario. La coyuntura actual del empleo exigiría un debate sereno y amplio desde el punto de vista económico, social y jurídico. Debate que parece que se va a obviar, una vez más, con el abuso de la legislación excepcional de urgencia.

La supresión del contrato para obra o servicio determinado, la erradicación, como causa justificativa de la contratación temporal, de la contrata o subcontrata (ya anunciada por la doctrina del TS), la limitación de la contratación temporal a razones eventuales o de sustitución de trabajadores con reserva de puesto, la derogación de la base normativa que ha permitido al convenio de la construcción una regulación adaptada a las características del sector (con la figura sobre todo del fijo de obra, que acababa de ser avalada, si bien con una sentencia ambigua y en ocasiones contradictoria, por el TJUE, sentencia de 29 de junio de 2021, asunto C-550/19), y una insólita hiperprotección del trabajador temporal (equiparando la extinción de su contrato, cuando no se aprecie causa suficiente de temporalidad a un despido nulo, cuando la extinción sin causa de un contrato indefinido se resolvería en un despido improcedente), representan el sacrificio de la contratación temporal en el altar de la rigidez al que me refería en el título de esta tribuna.

Se olvida que la contratación temporal encuentra plena justificación en determinadas circunstancias, que van bastante más allá de los limitados supuestos contemplados por el legislador. Como indica el TJUE en la sentencia citada, la contratación indefinida es la forma más común de relación laboral, pero los contratos de duración determinada son característicos del empleo en algunos sectores o para determinadas ocupaciones o actividades (apartado 62). Puede haber, dice el Tribunal, circunstancias específicas y concretas que caractericen una determinada actividad y que, por tanto, puedan justificar en ese contexto particular, la utilización sucesiva de contratos de duración determinada.

El proyecto (prescindiendo ahora del detalle de su regulación; tiempo habrá, si sale adelante, para analizar los numerosos problemas interpretativos que su formulación plantea) ignora la realidad productiva (las nuevas vinculaciones laborales a un proyecto, la contratación específica para la prestación de un servicio o la fabricación de un producto de vida limitada) y las nuevas formas de empleo y, además, da marcha atrás en las vías de flexibilidad abiertas por el legislador (y por la negociación colectiva) para las relaciones indefinidas. Probablemente se trata de una combinación infalible para exacerbar la crisis del empleo en nuestro país.