En la justicia penal, ¿debería premiar la agilidad a la hora de atender y resolver los procesos? ¿O deberíamos, en su lugar, aumentar las garantías ... de todas las partes durante su tramitación?
Aunque la cuestión no debería plantearse en términos tan absolutos, la práctica (especialmente cuando surge algún proceso mediático) nos lleva a querer inclinarnos en una u otra dirección.
Hace ya casi diez años, el legislador se impuso la compleja tarea de llegar a una solución que congraciara ambos valores: agilidad y respeto a las garantías procesales. Su resultado ha sido -y aún es- constante objeto de debate por los operadores jurídicos.
Partamos de la idea de que los procesos penales comienzan con la conocida fase de instrucción, en la que se investigan los hechos presuntamente delictivos y sus posibles autores. Fase que, en demasiadas ocasiones, se prolongaba por sí sola durante años.
Por tanto, reducir los tiempos de esta fase de instrucción parecía el camino lógico hacia una mayor agilización de todo el proceso penal. Con esta idea en mente, en el año 2015 el legislador modificó el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ordenando que esta fase de instrucción solo duraría seis meses.
No obstante, en aras de seguir garantizando los derechos de las partes, se preveía que este plazo podía extenderse a 18 meses si la instrucción se declaraba 'compleja'. Y, además, tales plazos podían prorrogarse, generándose indefinidamente nuevos plazos de igual o inferior duración.
Además, esta declaración de complejidad y estas prórrogas solo podían ser solicitadas antes de que finalizara el plazo, y siempre a instancias del Ministerio Fiscal; una ardua y difícil tarea, ante una Justicia Penal ya sobrecargada.
No se trataba de plazos formales, sino que su incumplimiento produciría efectos relevantes
La clave de esta reforma, no obstante, consistió en que el legislador previó que el transcurso de estos plazos, «sí provoca consecuencias procesales». Es decir: que no se trataba de plazos meramente formales, sino que su incumplimiento produciría efectos relevantes para las partes.
Así lo consideró la Sala Segunda del Tribunal Supremo (entre otras, en la sentencia de la Sala Segunda, de 8 de mayo de 2018), concluyendo que toda diligencia de investigación (declaraciones de testigos, investigados, etc.) que se acordase una vez superado el plazo máximo de instrucción, sería nula.
El razonamiento de esta decisión, en pocas palabras, es sencillo: si la norma dice que la fase de instrucción está sometida a plazo, lo está para todas las partes, y a todos los efectos. Precisamente, en aras de proteger equitativamente las garantías procesales de todas las partes.
Los efectos de lo anterior resultaron absolutamente determinantes: procedimientos que acabaron en la absolución del acusado, o incluso en un previo sobreseimiento sin llegar siquiera a juicio, a raíz de declararse nulas determinadas diligencias de investigación, o ante una prematura finalización del plazo de instrucción.
Por tanto, pese a la loable búsqueda de una mayor agilidad de la justicia penal, este sistema de plazos de instrucción trajo consigo una serie de 'efectos indeseados', pero que eran necesarios para la salvaguarda de los derechos de todas las partes (en especial, de los investigados).
Con la finalidad de resolver esta nueva problemática, en 2020 el legislador fijó un plazo inicial más amplio (pasando de 6 a 12 meses), y eliminó la necesidad de que se declarase 'compleja' la instrucción, en favor de un sistema de prórrogas, que ahora pueden ser solicitadas por cualquiera de las partes -y no solo por el Ministerio Fiscal-.
Sin perjuicio de lo anterior, debemos plantearnos: ¿esta última reforma realmente ha conseguido paliar estos 'efectos indeseados' del sistema de plazos anterior?
La práctica procesal nos confirma que estos efectos persisten.
Las fases de instrucción pueden formalmente seguir prolongándose durante años
No es inhabitual que transcurra el plazo de instrucción sin que se haya planteado siquiera el debate sobre si procede o no que se prolongue. O incluso, que se declaren nulas determinadas diligencias de investigación que, inadvertidamente, se hayan acordado fuera de plazo.
Al mismo tiempo, las fases de instrucción pueden formalmente seguir prolongándose durante años. No obstante, ello solo ocurrirá si se acuerdan tales prórrogas en plazo, sometidas al previo control de los juzgados y tribunales, lo que sin duda es una mejoría.
Lo anterior no ha sido óbice para añadir un trámite adicional y recurrente, como es la solicitud de prórroga de la instrucción, a procedimientos que ya de por sí pueden contar con una muy compleja tramitación.
A la vista de lo anterior, y dado el sistema de prórrogas vigente, volvemos a la pregunta inicial: ¿queremos poner el acento en una mayor agilidad de la justicia penal o es mejor centrarnos en una más eficaz protección de las garantías de ambas partes (tanto acusación como defensa), aunque se resienta la duración de los procesos?
¿O es que existe un sistema, aún por llegar, que equilibre mejor ambos fines?
El tiempo, y la práctica ante los tribunales, nos lo dirá.
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